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Grutescos

LUIS DANIEL IZPIZUA

En la caverna, las palabras rebotan en las paredes, se descomponen, sueltan sus sonidos, se entremezclan y entonan al final el peán de la tierra. Es difícil entenderlo. Se precisan un oído cuadrafónico, un tímpano berroqueño y, seguramente, mucha paciencia. Conviene reconstruir lo que se oye, apresar los significados, restaurar las frases como se restauran las imágenes antiguas. Y lo que se cree entender al final nos produce, cuando menos, ganas de llorar. Vean, como muestra, lo que hace unos días pudo salir de la boca de Joseba Egibar: "Aquí lo que se trata es que desaparezca la violencia como método de resolución de conflictos". Tal vez se trate de una reinterpretación de Clausewitz, pero salvando esta pedantería atenuante, esa frase me deja sin suelo bajo los pies. Desconozco cuál pueda ser esa violencia ajena al conflicto y capaz de guardar distancia con éste. Como los dibujos en la gruta, también las palabras parecen capaces de configurar grutescos, sólo que en la caverna, configuren lo que configuren, algunas no dejan de sonar grotescas.

Ante frases así, se impone una inmediata tarea de restauración, una arqueología del nonsense. Y hablar de una violencia que no sea el conflicto sólo puede equivaler a una sacrosanta operación de concesión de bulas. Frente al conflicto, que es lo ominoso, o lo santo, o lo inefable, la violencia se convierte en una actitud más, equiparable a la beatitud de un salmo. Así como la palabra, así la violencia: métodos ambos de resolución de conflictos. Que se abogue por la desaparición de una de las modalidades no suprime el estatus que se le ha concedido. Entre dos opciones de igual nivel, una puede resultar preferible a la otra por razones utilitarias, y en la antología de la caverna hay más de uno y de dos dislates que pueden subrayar esa intención. Se oye: los actos violentos no favorecen el proceso de paz. Se oye también: la violencia sólo beneficia a los inmovilistas. Son grutescos repetidos hasta la saciedad y que critican la violencia en función del beneficio que aporta a los no violentos, sean cuales sean las ideas que éstos osan defender. Les beneficia tanto, que llega a otorgarles a algunos la palma del martirio. Como Nerón con los cristianos, nunca hizo nadie tanto por los no nacionalistas como ETA. Es lo malo de ser Nerón: que al final ganan los cantores con palmas.

Al final ganan. Pero es de lo que se trata. Entre los salmos y las balas, las segundas son peores como método de paz porque dan facilidades a los primeros. No es que éstos sean mejores; en realidad, son lo peor. Porque, ¿qué ocurriría si ganaran los salmos, los demonizadores, esa palabra que es peor que una bala? Podría ocurrir que el conflicto no se resolviera, sino que se diluyera. No la memoria de Dios, sino la muerte de Dios. En esta arqueología de los ecos cavernarios, lo que se descubre es siempre la necesidad de salvar la existencia del conflicto, garante supremo de las jerarquías y de los réditos, y hontanar inagotable de tantas ambigüedades. Mal método la violencia, pero, por si acaso... Por si acaso, ésta no ha cesado nunca. Con tregua o sin ella, siempre ha estado ahí, secundada por los aspavientos de quienes se aliaban con los que la impulsaban. ¿La impulsaban? Era más correcto decir que no la condenaban, porque la violencia es la expresión del conflicto irresuelto, y éste no tiene agente, es él el agente. Como vemos, algunos son más sinceros. Son capaces de reconocer que la violencia no es un método de resolución, sino la expresión del conflicto. ¿Y qué quedaría del conflicto sin ella? He aquí la incógnita que mueve a la caverna, su laringe secreta.

Quedaría el precio que se hubiera pagado y no el aleteo de los murciélagos. Pues también los Evangelios se redoblan en grutescos y los obispos hablan de los unos y los otros, con la mano de los unos extendida para recibir el sufragio. ¿O es la mano de los otros? ¡Ay los otros!, como el ministro de Defensa, sacando, como quien se airea, a pasear fantasmas a los que luego quiere quitar la sábana. O el presidente Aznar y su constitucioñoleo. Porque la caverna es inagotable. En ella entran casi todos. Es tal su algarabía, que no se precisa acercar el oído a la tierra para escuchar sus ruidos. Ensordecen el aire del paseo, y el paseante se pregunta por su salud mental al oír tanta palabra rota. Tanto va el cántaro roto a la fuente que ésta se agota, dijo Paul Celan. Otro era su cántaro y otra su fuente, pero a mí sólo se me ocurre decir: a ver si es verdad.

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