Retorno a Simenon JOAN DE SAGARRA
Estoy en deuda con los amigos de Simenon, con los amigos del comisario Maigret, con todos aquellos lectores, y lectoras, que me escribieron testimoniándome su simpatía por el gran escritor belga, por sus criaturas; con todos aquellos que escucharon mi petición de rehacer mi biblioteca simenoniana, en especial la serie de los Maigret, y me obsequiaron con un montón de títulos, en francés, en holandés, en japonés, en italiano, en polaco... sobre las aventuras de Jules Maigret, aquel oso de 1,80 metros y 110 kilos, goloso de cerveza y del alcohol de cerezas, que tenía su guarida en el 130, cuarto piso, del bulevar Richard Lenoir. En París, distrito undécimo.¿Cuál fue la última vez que les hablé de Simenon? Fue, si no lo recuerdo mal, en el pasado mes de noviembre, camino de Estrasburgo. En el tren, un tren de los de antes, con un buen vagón bar-restaurante, con ricas ensaladas, una deliciosa repostería, algunas buenas botellas y un más que decente servicio turco-alemán, allí leí yo la correspondencia cruzada entre Simenon y Gide (1938-1950), que Omnibus acababa de publicar. El prólogo, de Dominique Fernández, el hijo de Ramón, el amigo y fino lector de Proust, me llamó la atención: Dominique reivindicaba -amén de algunos títulos norteamericanos de Simenon, como Lettre à mon juge y Trois chambres à Manhattan- el Simenon autobiográfico, el Simenon de Pedigree, un Simenon por el que Gide no manifestaba gran estima, por no decir estima alguna.
De regreso a Barcelona volvía a leerme Pedigree, cientos de páginas. Le di la razón a Dominique. Para colmo, Gonzalo Herralde me había hecho llegar el vídeo de la entrevista que Pivot le hizo a Simenon, poco después del suicidio de su hija Marie-Jo, un vídeo im-pre-sio-nan-te, en el que se oye una grabación con la voz de Marie-Jo, la voz de Marie-Jo, "ma toute petite fille", como una falena intentando escapar tras los cristales, las pupilas humedecidas del padre. Una voz todavía prisionera. Empecé a atacar, de nuevo, las cerca de mil páginas de las Mémoires intimes, pero no llegué a las 300...
Yo también me sentía atrapado tras los ojos vidriosos de Simenon. No tras el Simenon de Assouline, tras ese hombre capaz de descubrir un burdel, con 38 grados bajo cero, en el último rincon de Laponia, sino tras ese monstruo de la verdad (¿de la verdad?) capaz de intimidar al mismísimo Gide.
Total, que retorné, regresé a Simenon. A aquel Simenon, a aquel Maigret, que uno se compra en la estación y que uno va leyendo, en el tren, "tantôt somnolant, tantôt dormant d"un sommeil accablé à travers lequel on reste cependant conscient d"un bruit rythmé des roues, des gares, où l"on s"arrête avec un sifflement de vapeur, de l"homme à la lanterne qui frappe du marteau sur les essieux tandis que des voix inconnues s"interpellent d"un quai à l"autre" (L"horloger d"Everton).
Retorné, regresé a Simenon, a Maigret, con Le port des brumes, en la edición italiana de Mondadori (1958), traducción de Roberto Cantini. "Quando, verso le tre, erano partiti da Parigi, la folla formicolava ancora nel pallido sole autunnale. Poi verso Mantes si erano accese le luci nello scompartimento. (...) Rincantucciato nel suo angolo, la nuca appogiata alla sponda del sedile, Maigret, con gli occhi socchiusi, seguitava ad osservare macchinalmente i due personaggi, tanto diversi l"uno dall"altro, che sedevano di fronte a lui".
Retorné, regresé a ese Simenon, a ese Maigret doméstico, el de Fayard, de Aymà, de la N.R.F., de Caralt, de las Presses de la Cité, de Tusquets; ese Simenon de las estaciones, de los trenes, de las tardes de lluvia, de los hoteles; el Simenon de la atmósfera -"Atmosphère?... Atmosphère?... Est-ce que j"ai una gueule d"atmosphère?", le soltaba Arletty a Jovet en Hôtel du Nord-; el Simenon de los humildes, el Simenon al que entrevistaba Lluís Permanyer, en abril de 1964, en el Ritz, la primera vez que vino a Barcelona, con su hijo pequeño; un Simenon perdiéndose por el barrio chino, con el hijo pequeño, ese hijo que le pedía a su padre que le llevase a La Rambla, a las cuatro de la madrugada, para asistir a la llegada de las flores...
Ese Simenon, ese Maigret, tan doméstico, tan entrañable, del que me había propuesto crear un bar- restaurante en Barcelona, cerca del Born, de la estación de Francia, donde poder leer sus novelas, ver sus películas, las series de Maigret, beber cerveza y disfrutar con algunos de los platos de Marie-Louise, la alsaciana regordeta, gran cocinera, la mujer del comisario Maigret. He recibido tres ofertas. Tres locales me han escrito al diario ofreciéndose a acoger al club de amigos de Simenon, o del comisario Maigret. "Estamos a su disposición, señor Sagarra", me dicen. Yo también estoy a su disposición. Con mis libros, mis pelis, y los de mis amigos de Lieja, de la Fundación Simenon; de Bruselas; con todos los simenonianos de Barcelona, y de Cataluña, que somos un montón. Yo ya lancé la idea, pero, por favor, no me atosiguen, no me obliguen a llevarla a cabo, que bastante trabajo -y gozo- tengo ya en retornar, casi a diario, a la atmósfera Simenon. Simenon, como un planeta, o una estrella fija, como esa linterna que vemos, medio dormidos, en las estaciones mientras se oyen, de un andén a otro, voces desconocidas.
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