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Tribuna
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El dilema chileno

Unos anularán el voto el domingo 16 de enero por maximalismo. Otros lo harán por indiferencia. El dilema, sin embargo, es fundamental. Se trata de saber si Chile podrá continuar o no con su fuerte desarrollo actual en forma plenamente democrática y con la atención puesta en una mayor igualdad de posibilidades, tema central de la campaña de Ricardo Lagos. El decenio de Gobierno de la Concentración, alianza formada por los partidos que encabezaron la oposición a la dictadura, se ha caracterizado por una notable transformación del país, con una tasa sostenida de crecimiento económico, fenómeno sólo interrumpido durante la recesión del año pasado, pero que ahora muestra claros indicios de recuperación, y por un esfuerzo extraordinario en el terreno de la educación y la salud públicas y en la lucha contra la pobreza. Nadie pretende que los resultados hayan sido definitivos, pero el Chile de hoy no se puede comparar con el de la salida de la dictadura, ni en sus cifras internas, ni en sus libertades políticas, ni en su inserción en la comunidad internacional.La opción presidencial de Ricardo Lagos representa la continuación y la efectiva profundización de todo este proceso, además de un propósito real de eliminar los enclaves autoritarios que todavía subsisten y que, sin duda, entorpecen hasta ahora las relaciones entre el poder civil y el militar. La modalidad chilena de salida de la dictadura, tan aplaudida en su momento, suponía sufrir una dictadura más breve a cambio de una transición algo más prolongada y que tendría diferentes etapas, situación que no siempre ha sido vista desde fuera con lucidez y con ecuanimidad. La crítica implacable de la transición chilena, en los últimos años y después de las apologías de los primeros tiempos, se ha transformado en un ejercicio intelectual más o menos de moda dentro y fuera del país. Ya se habla en Chile a este respecto de una curiosa y novedosa "teoría del malestar". Es, a primera vista, una teoría atractiva, pero no me cabe duda de que contribuyó en forma grave en la primera vuelta electoral a socavar la candidatura de Ricardo Lagos y a abrirle camino a la de Joaquín Lavín. Parecería que Chile, víctima del dogmatismo ideológico en épocas no lejanas, no termina de aprender la lección histórica. Mi impresión personal, en cualquier caso, y sobre todo después de la primera vuelta, es que la inmensa mayoría entiende el problema y que esto se debería reflejar en los resultados del próximo domingo.

La campaña de Joaquín Lavín, que sólo quedó a 30.000 votos de distancia de Lagos el 12 de diciembre, se presenta bajo el signo del cambio. ¡Viva el Cambio! es el lema que ha empapelado y aparecido en las pantallas del país entero, en una campaña que cuenta, en tajante contraste con la de su rival, con todo el dinero de este mundo. Lo que no se afirma en ninguna parte, por ningún motivo, es el contenido de dicho cambio. Ahora bien, no todo cambio es necesariamente bueno. Hay cambios para peor, y para mucho peor. Joaquín Lavín ha tenido la habilidad de desmarcarse de la figura del general Pinochet y de su caso. No quiere hablar de cosas pasadas. Anuncia su propósito de doblar la página de la historia reciente, y eso, desde luego, le proporciona votos. Tiene una habilidad adicional: la de presentarse como un solitario sonriente, un populista caído del cielo. Uno escarba un poco, sin embargo, y descubre en sus cercanías demasiadas caras conocidas. Son las mismas que nos pregonaban hace algunos años las bondades de una democracia autoritaria, bien atada y protegida...

Uno de los ejercicios más amenazados, y a la vez más saludables, en una sociedad humana, sobre todo en etapas de transición, es el de la memoria. Algunos sentirán la tentación de agregar: y el olvido. Pero ocurre que la memoria es una facultad rigurosa y selectiva. Todos admitimos la necesidad de revisar las posturas pasadas, en un extremo y en el otro, pero siempre que la revisión sea profunda y honesta. En cualquier caso, si la campaña de estos días sirve para entender estos asuntos, algo habremos avanzado.

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Mi preocupación principal reside en que el triunfo de Joaquín Lavín implicaría una concentración de poderes nunca vista en el Chile democrático, ni en el de antes ni en el de ahora: la gran empresa (con escasas excepciones), las altas finanzas, los medios de comunicación tradicionales (vale decir prácticamente todos), los sectores más conservadores de la Iglesia, el Ejército, el pinochetismo militar y civil. En un caso así, con los partidos de centro izquierda, los sindicatos, los intelectuales en la oposición, será difícil no ingresar en un periodo de gran turbulencia, de prolongada inestabilidad social.

Pienso honestamente que el país tiene ahora, en la candidatura de Lagos, la oportunidad de profundizar el desarrollo de estos 10 años, redoblando el esfuerzo para crear una sociedad más equitativa, con mejor acceso de todos a la educación, a la salud, a los bienes culturales. Como la que llegamos a vislumbrar en Chile, con indudables limitaciones, en épocas anteriores. Y que perdimos por no entender el sentido de la política: por dejarnos seducir por viejos y nuevos maximalismos, por dogmatismos que obedecen siempre a los mismos reflejos de fondo, pero que cambian a cada rato de nombre y de retórica.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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