Conservadores, liberales y socialdemócratas
En un año de elecciones es razonable preguntarse qué orientación política puede ser la mejor para la economía. Pero no es fácil dar consejos, porque cada orientación tiene sus ventajas y sus desventajas según cuál sea la política a la que se aplique, y, además, el juicio depende de si se consideran los efectos en el corto o en el medio y largo plazo. Si queremos un crecimiento que no sea efímero, la política macroeconómica debe gestionarse de forma conservadora, sin caer en la tentación de expansionar artificialmente la demanda, dejándola crecer conforme vaya aumentando la productividad de la economía, para que no reaparezca la inflación, que es tan destructiva del crecimiento a medio plazo. Por el contrario, de las políticas sectoriales o microeconómicas debería encargarse alguien de talante liberal que estuviera dispuesto a quitarles a los monopolistas sus privilegios, introdujera competencia y dejara en libertad a los consumidores para decidir lo que más les convenga, y así, al aumentar la eficiencia y reducir los precios, aumentaría el salario real de los trabajadores en el largo plazo. Pero si pensamos en la políticas de gasto público, deberíamos asegurarnos de que esté al frente algún socialdemócrata, pues son los que han mostrado siempre mayor sensibilidad hacia la educación y la mejora del capital humano, que es el factor que, en el largo plazo, explica mejor por qué unos países son más prósperos que otros.La elección no es fácil, pero el optimista observará que no importa a quién elijamos, ya que los partidos españoles reúnen todas esas ideologías y, por tanto, podemos conseguir una buena política económica con cualquiera de ellos. Es verdad, pero el problema surge cuando, como le sucedió al doctor Frankestein, se combinan incorrectamente las ideologías, porque entonces los resultados, en vez de óptimos, pueden ser pésimos para el medio plazo. Esto es lo que, después de un buen arranque, ha sucedido en los dos últimos años en España, donde pareciera que al frente de la política macroeconómica haya estado un socialdemócrata tipo Lafontaine, a quien no le hubieran preocupado las consecuencias de lanzar la demanda interna a un ritmo doble que el de nuestros socios, la política de liberalización se ha llevado con mentalidad conservadora, sin atreverse a enfrentarse a los grupos interés que mantienen privilegios y monopolios, legislando en favor de ellos y no a favor de los consumidores y, finalmente, la política presupuestaria se ha manejado con la orientación de un liberal de derechas, ya que a la educación se le ha dado una baja prioridad dentro de las políticas públicas.
Es verdad que, si el objetivo fuera el de conseguir efectos en el corto plazo, la política actual ha dado dividendos (a unos más que a otros, pero hoy no toca hablar de esto) y, por tanto, los no interesados en el largo plazo pueden pensar que lo mejor sería repetir y aplicar la misma política otra vez. Para su desgracia, ello ya no es posible, y la razón es que justamente lo fastidiado del corto plazo es que se acaba. Y ya está dando los primeros síntomas de agotamiento como anuncian los desequilibrios en precios y en el sector exterior. El próximo Gobierno ya no va a poder ordeñar una situación como la que se encontró el actual al tomar posesión, con una inflación descendiendo, un superávit en la balanza corriente y un nivel excelente de competitividad exterior. El Gobierno que le suceda se encontrará con que se le ha dejado en herencia un diferencial de inflación mayor que el que había en mayo de 1996, una balanza comercial hundiéndose y una pérdida de competitividad con la Unión Europea que permanece encubierta por la apreciación del dólar. Es evidente que, si pensamos en el medio y largo plazo, hay que cambiar de política económica, y que, incluso si sólo nos interesara el corto plazo, sabemos que se está acabando. El consejo es, pues, elegir a alguien que sea un poco más conservador, un poco más liberal y un poco más de izquierdas. Pero, cuidado, porque, como hemos visto, importa mucho en qué.
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