Gente de mar
J. M. CABALLERO BONALD
La literatura del mar, de la mar, parece recuperarse de una larga anemia. Al menos ha vuelto a dar alguna estimable señal de vida. Lo digo porque acaba de reeditarse, después de un olvido de dos tercios de siglo, El negrero (Tusquets), la hermosa y terrible novela de Lino Novás Calvo, y se ha publicado asimismo en estos días Mar brava (Ediciones B), de Gerardo González de Vega, donde se rememora la vida de ciertos eminentes piratas y corsarios españoles. Para mí, que he sido -desde mis remotos años de lector de Salgari- un aficionado fervoroso a las narraciones de tema náutico, esos libros recientes, cada uno en su género, suponen unos regalos ciertamente atractivos.
En El negrero se narra la historia dieciochesca del malagueño Pedro Blanco, quien un día renuncia al sinvivir de la pesca de bajura y elige el despiadado oficio de vagabundo de la mar. Enrolado en barcos de las más peligrosas banderías, navega del Mediterráneo a las Antillas, de Terranova a África, oficiando de grumete, pescador, ladrón, timonel, pirata, insurgente, negrero... Aunque parezca una hipérbole ocasional, pienso que Novás Calvo puede alinearse sin ningún menoscabo entre los grandes creadores de novelas de aventuras ambientadas en la mar: Conrad, Stevenson, London, Melville. Incluso es posible que el autor de El negrero vaya más lejos que ellos en la auscultación de la crueldad humana y del horror legal de la trata de esclavos.
Resulta curioso situar a Novás Calvo en el clima literario en que escribió El negrero, hace casi 70 años, cuando la narrativa en lengua española se orientaba por rumbos muy diferentes. Con una prosa austera que puede llegar a ser deslumbrante y un estilo aparentemente deslavazado, pero de una rara y poderosa eficacia expresiva, Novás Calvo elaboró una novela que todavía hoy sigue conservando inalterables su validez histórica y su calidad literaria. Quiero pensar que ciertos narradores españoles contemporáneos que han escrito sobre el mar -Aldecoa, Grosso, Barral, Benet- no serían ajenos en su día al magisterio del gallego-cubano Novás Calvo, cuyas erudiciones náuticas y cuyo dominio de la jerga marinera constituyen sin duda un campo de referencias inestimable.
El interés de Mar brava es muy distinto y se basa más en los aportes documentales sobre los corsarios y piratas españoles que alcanzaron justa fama a partir del siglo XVI, que en los valores estrictamente literarios del texto. Ese suntuoso y sanguinario mundo de los navegantes doblados de malhechores ocupa sin duda un amplísimo capítulo dentro de la historia general de la marina. Entre nosotros ha habido corsarios ilustres, empezando por el duque de Osuna, a quien Felipe III otorgó patente de corso para combatir por su cuenta al Turco, cosa que hizo con astucia y ferocidad notables. También ha habido piratas españoles de muy especial relevancia, como la Monja alférez -por citar el curioso caso de un travestido del siglo XVII-, que se enroló en un navío de bucaneros y actuó con bravura de macho en aguas de América. Hay otros muchos adictos a la piratería, pero ya no tienen nada de ambiguos: acuden cada mañana a su despacho como si tal cosa.
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