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Digitalismo

ADOLF BELTRAN

Hasta el año que viene no empezará el siglo XXI, pero la entrada en el 2000 ha marcado sin duda un antes y un después con su combinación de fuegos artificiales y de suspense cinematográfico ante la amenaza de un fallo masivo de ordenadores y sistemas. Pese a las billonarias inversiones preventivas y a los nutridos comités de contingencias, nada ha dejado de funcionar a causa del efecto 2000 en los microprocesadores que infestan el planeta. No ha habido catástrofe informática. No obstante, la alerta ha servido para sustantivar el peso de lo digital en nuestra sociedad. Ha quedado así universalmente inaugurada una nueva era, un nuevo modo de desarrollo, una "reestructuración del modo capitalista de producción", tal como lo ha caracterizado Manuel Castells en un famoso ensayo. Probablemente estamos metidos en un cambio del modo de desarrollo y también en una nueva cultura. Por primera vez, la revolución tecnológica no ha fabricado una prótesis, una prolongación de nuestras habilidades, sino una máquina "en la que vale la pena vivir". Bill Gates, Steve Jobs, Steve Wozniak y todos aquellos chiflados que a mediados de los setenta comenzaron a moverse en el hervidero de Silicon Valley abrieron, para bien o para mal, un proceso que está cambiando el mundo, a base de información, de simulación, de virtualidad, de interacción. Aunque estamos inmersos en lo que Nicholas Negroponte ha bautizado como el digitalismo, las calles de nuestras ciudades son aún las de ayer. Tras la resaca, la vida se despereza en ellas con la soñolencia de todos los nuevos años. Dicen que la gran mutación en la que navegamos nos hará codificar la realidad de otra manera, cambiará nuestros usos sociales, el entorno de nuestra civilización. De hecho, ya nos está obligando a actualizar vertiginosamente nuestros saberes, nuestros conocimientos. Que mientras tanto vivamos el trance de convertirnos en gentes del siglo pasado, de un milenio anterior, parece una insignificancia en el horizonte de una aventura semejante. Y sin embargo, el efecto 2000 tampoco ha erradicado la melancolía.

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