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La máquina del siglo

JUSTO NAVARRO

De todas las máquinas del siglo casi pasado que intervinieron en mi vida elijo ahora las máquinas de discos, seres luminosos que ya no existen: vi la última hace años, más de dos y quizá más de seis (el tiempo, cuando se alarga, se contrae, se confunde, se funde), en un bar cerca de la estación de autobuses de Málaga. Era una videomáquina, estaba desenchufada. Mucho antes, en Granada, en el bar Montecarlo de la calle Moras, hubo una máquina de discos con película, un artefacto inverosímil inventado por Claude Lelouch, el director de Un hombre y una mujer. Echabas 25 pesetas y oías y veías a la cantante cantar en una feria Tous les garçons et les filles: Todos van de la mano, pero yo voy sola como un alma en pena. Fueron los días de la adolescencia, bares y máquinas de discos, la primera guerra de la independencia personal.

Lejos todavía el mundo del trabajo y el dinero, en la angustia del bachillerato, yo aprendía el valor del tiempo asesino oyendo música. El cambio de las estaciones eran novedades discográficas, Navidad, la canción del verano, los éxitos de la otoñal vuelta a clase. Aquella primavera sonó ¿Has amado alguna vez?, canción preferida de Iñaki Izaguirre, portero de fútbol juvenil e hijo del entrenador del Granada. ¿Dónde está? Siguió pasando el tiempo. Echábamos monedas en las máquinas del bar Natalio y el bar Dólar. Descubrí Perfect Day y Satellite of Love en el Mirian. Frente a las ventanas de la Facultad de Letras bajé un escalón, entré en otro bar y otro mundo, oí Starman. Era el día que mataron a Carrero Blanco.

Había canciones que duraban una tarde y no las oías más. Un día, en la Piscina Granada, con mi amigo Juan Vida puse muchas veces una canción que no he vuelto a oír nunca ni sé cómo se llama. Dicen que el tiempo es imperceptible, pero yo oía el tiempo en aquellos discos, y tenía la ilusión de que era reversible el tiempo, repetible: bastaba echar otra moneda en la ranura (el dinero y el tiempo tienen mucho que ver), y volvía a sonar la misma canción. El tiempo, río en el que nadie se baña dos veces, podía oírse dos veces, doce veces, noventa veces: oíamos Yellow River en el San Remo, donde trabajaba Armando.

Aquella eternidad cambiaba, aunque no tan rápido como ahora mismo: había discos que duraban años en la máquina. Aquellas músicas hablaban de otra vida más espléndida en un idioma ininteligible: pertenecían a un planeta donde estábamos juntos, tres o cuatro y otro más, yo, seres al fin y al cabo solitarios, juvenilmente solitarios, miserablemente solos, alrededor de la fulgurante máquina de discos como los devotos escogidos de un predicador cuyo idioma extraño sólo nosotros entendíamos, por instinto, sin saber más de dos palabras en inglés: poseíamos un misterioso don de lenguas. Estaban abolidos los derechos de expresión, reunión y manifestación. No había las juergas en masa de ahora, el rave, la nueva soledad en masa. Nos obnubilábamos alrededor de la máquina musical, aprendiendo a beber, es decir, a tratar ilusamente de engañar al tiempo.

Feliz futuro.

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