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Fieramente milenio

A. R. ALMODÓVAR

En triste hora un fiero viento desplomó sus vidas. Cinco vidas como cinco inocencias esperando el autobús. Mañana hará justamente un año. Una catástrofe, la del viejo muro del antiguo Bazar España, perfectamente evitable. En realidad el viento no hizo más que culminar el trabajo de la desidia humana, la de aquel Ayuntamiento y la del constructor. Eso dicen los expertos. Un año. Pero el laberinto sigue. La justicia acumula legajos, frialdad, silencio. Será por no hacer mudanza en su costumbre. Ni siquiera cuando median tanto dolor y tamaña evidencia puede darse un poquito de prisa. Seguramente por eso, por todo eso, el alcalde Monteseirín ha decidido cortar por lo sano -si es que algo queda de sano en este asunto-, indemnizar por adelantado a las familias; asumir la responsabilidad patrimonial que de todas maneras toca al municipio. Y que por una vez no todo sea tan fieramente humano, y sí necesariamente humanitario. Una decisión difícil, arriesgada y que ha levantado las iras de sus socios de gobierno, hasta el punto de provocar la dimisión del responsable de Urbanismo, Mariano Pérez de Ayala. No se entiende la desmesurada reacción de este grupo político, que bien pudo incorporarse a la medida de gracia, invitados expresamente por el alcalde. Tal vez prefieran que la culpa sea toda del animoso viento.

No estará de más recordar que el dios Eolo entregó a Ulises los odres donde se encerraban los aires contrarios a su navegación. Y que por algo los compañeros del héroe cedieron a la curiosidad, abrieron los pellejos y todas las tempestades se derramaron por el mundo, hasta hoy. Desde entonces, una suerte de destino borrascoso dispersa las responsabilidades de la especie humana, de la torpe administración y de la lenta justicia. El petrolero Erika se partió en dos, como aquel nítido Titanic lleno de amores tormentosos también, a lo que parece. Y ahora los vientos se encargan de llevar a las costas de Bretaña negra ponzoña. ¿Pero cómo es posible que un ingenio semejante se rompa, todavía hoy, como una cáscara de nuez? Días más tarde, un vendaval azota la hermosa ciudad de París y otras fibras de la civilizada Europa. Arranca vidas y árboles como si nada, como si otros tuvieran que pagar las culpas de no se sabe quién. En Venezuela, cuentan las crónicas, un indescriptible presidente Chávez se negó a transmitir la alerta máxima a una población ya expuesta a toda clase de catástrofes, por habérsele llevado a mal vivir a los cauces secos de más que probables torrenteras, en medio de un paisaje desolado y acosado por la deforestación, la especulación, la muerte. Pero la culpa, cómo no, será también del viento. Si ya nos lo tenía advertido Bob Dylan: la respuesta, muchachos, sopla en el viento.

Otros muchos huracanes y tifones vinieron a cebarse, como de costumbre, sobre miles y miles de inocentes. De Centroamérica, de Indonesia, de Brasil, de la India. No parece sino que en este final de siglo, fieramente milenio, los doce hijos del dios Eolo -seis hombres y seis mujeres- se hubieran emborrachado más de la cuenta en la deriva de sus múltiples incestos, o hubiesen vertido su cólera al verse señalados como responsables únicos de todo.

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