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El campeón de seda

El Noi de Seva realizó el sueño prohibido del motociclismo español

Casi un colegial, aquel Crivi tenía un divertido aire de Pinocho y miraba muy resuelto hacia los recovecos del pasillo, como si pretendiera anticiparse a los ángulos y curvaturas. Acompañado de un Gepeto bigotudo que resultaba ser su hermano mayor, empezaba a familiarizarse con cámaras, micrófonos, copas, placas, adhesivos y otros chismes de la primera fama. El prestigioso especialista del motor Odón Martí hizo un comentario burlón cuando le vio llegar al estudio de radio.- Ahí viene Álex Crivillé, el nuevo piloto del que tanto se habla. Es muy bueno, pero tiene un grave problema.

- ¿Cuál?

- Quiere ser campeón del mundo.

- Pero eso no es un problema.

- El problema no es que quiera ser campeón del mundo; el problema es que quiere llevarse el título a casa dentro de una semana, a más tardar. ¿Digo dentro de una semana? No: mañana. ¿Digo mañana? No: esta tarde. ¿Digo esta tarde? No: ahora mismo.

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Al parecer, Álex era uno de esos impacientes niños prodigio que, admirados desde el primer día, no logran entender la importancia de sus propias habilidades. Para él, la aventura de mantener el equilibrio sobre uno de aquellos artilugios insignificantes que respondían a los cambios de marcha con su precisa escala de zumbidos de avispa no representaba mayor inconveniente que bajar al patio o alcanzar el bote de mermelada. Fue gracias a aquella sensación de plenitud en la que se asociaban la libertad y el vértigo como había conseguido una especie de simbiosis ecuestre que le permitía acoplarse a los ijares de la máquina como la llave a la cerradura. A su entender, bajo el brillante carenado de fibra de carbono se escondía un animalito mecánico relativamente dócil que respondía con una puntualidad reconfortante a las órdenes de la mano.

Cuando, dos semanas después de la profecía de Odón, lograba su primer título mundial, todos temimos por su futuro. Si vencía la tentación de probar suerte en las categorías superiores, quizá pudiera sobrevivir al enjambre de mosquitos italianos que siempre rondaba por las categorías bajas, o quizá terminaría ocupando un lugar discreto en la larga genealogía de pilotos españoles. Por eso muchos se alarmaron cuando dijo públicamente que soñaba con ganar el Mundial de Quinientos.

Las dudas eran fundadas. Como casi todos sus compatriotas, Crivi exhibía un estilo sobrio y elegante cuyo secreto estaba precisamente en su facilidad para meterse en el perfil de la moto. Aquella obsesión de los pilotos europeos por aplastarse respondía a la influencia de Giacomo Agostini, el más ilustre y laureado de todos los campeones del mundo. A los mandos de su MV Agusta, el incomparable Ago se había impuesto a John Surtess, Mike Hailwood y otros legendiarios hombres-bala de la escuela británica que, pasados de vueltas y recelosos del joven bólido que les pisaba los talones, decidieron mudarse a la Fórmula 1. Su eficacia se llamaba simplicidad: se apretaba contra los lomos de su montura y, sin mover un solo músculo, recorría los circuitos como un piloto automático.

Desde la profundidad de los boxes era observado por gente como Ángel Nieto, que repetía magistralmente en las cilindradas menores los dos ejercicios de moda: el de fundirse con el depósito de gasolina y el de maniobrar en carrera con una mezcla de prudencia y audacia. Con él comenzaría un linaje de figuras marcadas por la obsesión de reunir trofeos y conquistar el quinientos. Todos, incluidos Pons, Cardús o Garriga, parecían tropezar con un obstáculo insalvable: nadie lograba superar la frontera del cuarto de litro. Para explicar tal limitación, los expertos manejaron un sinfín de teorías: según la más extendida, nuestros muchados carecían de la disposición, la escuela y la musculatura necesarias. Eran, sencillamente, deportistas de bolsillo.

Este sentimiento de impotencia se había reafirmado con la llegada de Randy Mamola, Kenny El Marciano Roberts, Freddy The Fast Spencer y otros portentosos cowboys que se entrenaban en pistas de tierra y conquistaban los campeonatos de velocidad bailando sobre la moto. ¿Quién podía con aquellos desbravadores del Far West? Por si fuera poco, luego aparecieron Waine Rainey, Kevin Swanz o Eddie Lawson. Y sobre todo Mick Doohan, el cocodrilo australiano. El verdadero campeón de campeones.

En todos esos años, Crivi se sometió a un acto de fe. La evidencia de que una quinientos no es una máquina, sino una representación de todo el cuerpo de caballería, le permitió valorar el auténtico alcance de la aventura. Para progresar en la llamada división reina había que tragarse el temperamento, entender cada carrera como una nueva lección y, por supuesto, dejarse los nudillos en el intento. Vencida la impaciencia juvenil, tendría que ajustar la trazada, interpretar las más desconcertantes reacciones de la moto, intimar con los cirujanos y, entre caída y caída, depurar su talento hasta el límite. Era el momento de mirar y esperar.

Así, poco a poco, fue acercándose al escape de la Honda de Doohan. Un día se había subido a la cola del cocodrilo.

Y un año, el 99, ganó el más Mundial de los mundiales y fue el intérprete de los sueños de todos sus precursores. Ramón Torras, Santi Herrero, Ricardo Tormo y los otros héroes malogrados han corrido junto a él.

Hoy, el mejor deportista español del año es ya el lobo dominante de la manada. Cuando algún competidor se insubordina, él no se inmuta: le espera, le sigue, le desafía, y con una definitiva dentellada en el hocico le devuelve a su lugar en la jerarquía del pelotón.

Hasta ahora todos queríamos atrapar a Doohan.

Desde ahora, Álex no tiene más que un problema: todos quieren superar a Crivillé.

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