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Patria y pavos

JUVENAL SOTO

La Navidad era nuestra patria de entonces. Concluido el primer trimestre de colegio, una piara de niños por fin libres nos incorporábamos a las manadas de pavos que fluían por las calles de El Palo en dirección al centro de Málaga, con parada final en las mesas de Nochebuena. Nosotros íbamos también hacia esas mesas, pero en calidad de comensales. Los pavos, sin embargo, parecían conocer su destino de chamusquina con puré de castañas, y nos miraban levantando sus pescuezos de mártires navideños y haciendo gorgoritos que nosotros imitábamos con inquietante perfección.

A veces, uno de los hombres que armados con cañas conducían el paverío hacia el centro de la ciudad mordisqueaba, cabreado con nuestro jolgorio, la colilla del celta corto humeante en la comisura de sus labios y nos soltaba un cañazo al que responderíamos, todos a una, con lluvias de pedruscos y hortalizas casi podridas atesoradas por nosotros, con ese único fin, del suelo del mercado cercano al colegio. Los paveros blasfemaban contra el dios de los niños y contra el santoral de los pavos hasta que aparecían los alarmados curas del colegio. Recuerdo, y lo recordaré siempre con idéntica emoción, aquel año en el que los curas recibieron tantos cañazos como los pavos, mientras que nosotros -espectadores maliciosos del combate entre paveros, jesuitas y pavipollos- reíamos ignorantes de que las vacaciones de Navidad terminaban el 7 de enero y volveríamos al colegio para purgar nuestros pecados.

La Navidad, que era nuestra patria de entonces, también tenía plazas con guardias municipales subidos en un maderaje rodeado de estuches con regalos. Los por entonces escasos conductores de automóviles les dejaban sus presentes a aquellos guardias con abrigo azul marino, pito estruendoso y una especie de orinal blanco encasquetado en sus cabezas; ellos sonreían, largaban una opulenta pitada de júbilo y anotaban en una libreta de gusanillo la matrícula del coche desde cuyo interior un señor con cara de paje real les guiñaba un ojo. Uno de esos días en los que actuábamos de testigos malévolos de este tipo de cohechos birriosos, vi cómo el coche de mi padre paraba junto a la peana del guardia, cómo mi padre bajaba de aquel Fiat 1300 que a veces lograba coronar la Cuesta de la Reina, cómo depositaba mi padre una cajita envuelta en papel bermejo y con lazo rojo en las manos del guardia sonriente. No volví a salir con mis compinches ninguna mañana de esa Navidad en la que estuve a punto de rajar los neumáticos de las cuatro ruedas del Fiat 1300.

Por Reyes, mi almuerzo consistía en entremeses de laxante y una taza de caldo al que mi tía Normandina, en un descuido voluntario de los comensales previamente avisados para hacer la vista gorda, añadía un cucharón de menudillos y unas gotas de jerez. Aún no sé si era que yo siempre llegaba empachado al 6 de enero, o si era que la proximidad de la vuelta al colegio estreñía no sólo mis deseos de volver. Pero volvía. Entonces mis compañeros y yo éramos unos exiliados de la Navidad que no tendríamos patria hasta el año siguiente. Ni las vacaciones de Semana Santa ni las de verano fueron jamás una patria para aquellos niños del internado.

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