El bucle viajero
La agitada y muchas veces trágica historia del siglo XX ofrece variadas posibilidades de análisis, aunque sus rasgos característicos -desde las guerras y los totalitarismos hasta los cambios sociales y la mundialización- suelen estar incluidos en muchos de ellos. En esta página se ofrecen dos miradas sobre la centuria que, simbólicamente, ya acaba. Una de ellas se centra en el viaje de largo recorrido y múltiples etapas iniciado con la aventura de Colón y finalizado en la presente geopolítica virtual. La otra subraya el crecimiento de la democratización y de las libertades civiles en el mundoEl siglo XX cumple el fin de un largo bucle viajero. En esta terminación de centuria, Occidente ha cerrado un ciclo de su dominación sobre el mundo, completando la aventura iniciada en la segunda mitad del siglo XV con la correría marítima portuguesa por África y Asia, proseguida de manera decisiva por un marinero, probablemente genovés de nacimiento y educación, pero indudablemente castellano de tarea y muerte, que descubrió América para el resto del mundo, desencadenó la colonización del continente para los españoles, e inauguró la rapiña de sus metales para todos los europeos.El desenclavamiento de Europa corre parejo en esos 500 años con la unificación informativa del mundo y el establecimiento de la hegemonía de los valores y de las armas occidentales en todo el planeta.
Sólo Europa, con lo que ello entraña, por supuesto, de exterminio, explotación y sometimiento del otro, ha sabido convertir, sin embargo, en una necesidad de civilización su afán de conocimiento exterior, hasta abrazar el mundo fundiéndolo en una cierta unidad. La culminación de esa obra es la principal revolución del siglo XX.
Ese vasto recorrido se ha desarrollado a lo largo de varias etapas.
El paso siguiente al episodio americano arranca del perfeccionamiento de la imprenta en el siglo XVI. Aunque la civilización china conocía ya dos siglos antes el procedimiento de reproducción mecánica de la palabra escrita, al igual que manejaba las utilidades más suntuarias de la pólvora, no se da en el Imperio del Centro la capacidad o el interés de arrastre social que el artilugio de Guttemberg alcanza en Europa -y en la América española- sobre todo a partir del siglo XVII. Gracias a la imprenta los muertos no desaparecen tan fácilmente de la memoria; y el saber acumulado por las generaciones se preserva y se difunde, hasta hacer buenas las palabras de Barrés, sobre el peso demográfico de las naciones. Francia, dice, tiene en cada momento tantos habitantes como hayan existido a lo largo de su historia, y no tan sólo los que vivan en ella en un tiempo determinado.
Los enciclopedistas del siglo XVIII son los primeros europeos que piensan el mundo. Voltaire y Montesquieu, a la cabeza, establecen principios universales para la cosa pública y el comportamiento en colectividad del ser humano, aunque sus construcciones sólo puedan valer entonces para una fracción de ciudadanos. Pero Voltaire está seguro de que existe ya una república europea de las luces que es su público por antonomasia. La pólvora en las manos del hombre de Occidente y el naciente capitalismo de la revolución industrial ofrecen o muestran, por otra parte, al resto del planeta una serie de valores que podríamos denominar la civilización de los sistemas políticos de base representativa.
Todo ello implica una creciente interpenetración informativa que hace triunfar progresivamente la cultura del papel impreso, que ya en el siglo XIX conoce su primera difusión masiva a través del periódico y del libro. En el curso de ese siglo, la escolarización -bien que tan sólo en algunos países privilegiados de Europa occidental y en los Estados Unidos- se va haciendo universal hasta dotar a las naciones de una idea mítica de sí mismas. Y ello, junto a la industrialización de los conflictos militares, viene a dar el impulso decisivo a la implantación de la democracia, porque si cabe exigir al ciudadano que muera por la patria, cuando menos habrá de tener también derecho a votar su representación política cada periodo de tiempo.
En el viraje de los siglos XIX y XX dos inventos, que se desarrollarán vertiginosamente en las próximas décadas, hacen que el mundo se vea y se oiga a sí mismo, anulando cualquier distancia. El cine muestra al ser humano en multitud. Hasta entonces, sólo los soberanos y los capitanes -los dueños del balcón real en las proclamas, o de la cima de la montaña en las batallas- habían podido ver a la masa congregada. A ras de suelo la perspectiva del ser humano no desbordaba jamás una concentración de unos metros cuadrados. Mientras la masa cobra conciencia visual de que existe, casi al mismo tiempo la radio lleva misteriosamente la palabra a través del éter y un primer gran mercado de papel diario permite que unos venerables señores del pensamiento, los periódicos, alcancen tiradas millonarias.
Nunca anteriormente tanta gente había podido hablar virtualmente con tantos como en el periodo de entreguerras en Occidente.
Tras la segunda guerra mundial, la propagación de la televisión y de la propia radio, como grandes medios de comunicación instantánea de masas, comienza a hacer realidad la idea de un solo mundo en diálogo constante consigo mismo, que en los últimos años del siglo, con el vértigo que da la capacidad de multi-relación que inaugura Internet, llega a una madurez en la que por primera vez en la historia todos lo saben todo sobre todos y, encima, en tiempo real.
Incluso en el aspecto puramente político, los acontecimientos parece que también juegan a favor de esa fenomenal ceremonia de la unificación informativa. Hasta la muerte de la Unión Soviética podía sostenerse que había dos concepciones, dos mensajes principales, con los que se trataba de anegar el mundo. Hoy, en cambio, con la sola supervivencia política, militar y cultural a escala planetaria de Estados Unidos, esa unificación en nombre de UNO y no de ONU parece cada día más imparable.
La situación de intercomunicación del mundo entero es de tal magnitud, que hoy cualquier ciudadano del país más desposeído de la tierra, con perdón, Bangladesh o Haití, por ejemplo, tan sólo con tener acceso a un aparato de televisión o radio, y conocimientos básicos de alguna de las dos grandes lenguas de Occidente -que son, como es sabido, una y media, inglés y español- está mucho mejor informado de lo que pasa en el mundo de lo que pudiera estarlo el rey Sol en toda su gloria absoluta.
El planeta es ya una gigantesca mesa de billar, en la que las bolas rebotan constantemente contra los límites del rectángulo, influyendo unas sobre otras, desapareciendo o reapareciendo por las troneras en un proceso de movimiento continuo, en el que una geopolítica verdaderamente universal cobra su máxima dimensión, con la salvedad, sin embargo, de que ya no son las barreras naturales, las extensiones de agua, y los continentes los que determinan fortalezas o debilidades, sino la capacidad de estar en todas partes por la imagen y por la palabra para interrelacionar eso tan indescriptible que los periodistas llamamos los hechos. Una geopolítica virtual.
El linkage, que creía haber inventado Kissinger sin saber que mucho antes Olivares había ya expresado el mismo concepto en la defensa de la reputación de la monarquía hispánica, es un juego de niños, con toda su teoría de coexistencia Este-Oeste, si lo comparamos con nuestro tiempo posmoderno, en el que los marines escenifican desembarcos lejanos en prime time, sólo para que los filme una cadena mundial de televisión.
Esa es la gran proeza circular, vieja de cinco siglos, del mundo occidental. La gran revolución unificadora del planeta, que Colón inició sin poderlo saber pero queriendo saber, es este bucle final del mundo en las horas postreras de este año que suma tantos nueves.
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