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ARTE Y PARTE Los coches en la ciudad ORIOL BOHIGAS

La política urbanística de cualquier ciudad europea -y, por lo tanto, de Barcelona- está cuajada de opiniones contradictorias e incluso de métodos contrapuestos en las decisiones. Por ejemplo, ante la reforma de los cascos viejos se oye clamar por más espacios verdes, por más aire y más sol, por la modernización de las viviendas, pero al mismo tiempo se escuchan las protestas sentimentales contra los derribos de las edificaciones ya irreparables y las reclamaciones a favor del discutible valor histórico de unos ambientes, aunque sea manteniendo el malvivir de los usuarios más pobres. Por ejemplo, se discute sobre la conveniencia de las grandes superficies comerciales en el extrarradio entre los que disfrutan de la comodidad de la concentración y el aparcamiento y los que temen la pérdida de los pequeños negocios, que son elementos indispensables para la vida activa y confortable de los ámbitos urbanos. Uno de los temas más contradictorios es el de la masiva presencia del automóvil, no sólo en la ciudad, sino en las líneas interurbanas. Todo el mundo quiere llegar a cualquier rincón de la ciudad con su coche privado y todo el mundo protesta contra el ruido y la polución, contra el entorpecimiento de la continuidad peatonal, contra la falta de aparcamientos, contra los embotellamientos. Se pide la construcción de vías rápidas y luego se exige convertirlas en túneles, incluso mutilando la imagen y el uso de la ciudad, una exigencia que llevada al límite puede conducirnos a espantosas aberraciones urbanas.

Muchos problemas colectivos se solucionan en la ciudad -o se enfocan metodológicamente- con el racional equilibrio entre demanda y oferta. El número y emplazamiento de los locales comerciales acaba adecuándose a la realidad de la clientela; el de servicios sociales y sanitarios tiende a ajustarse a las demandas de un entorno bien definido; el de las áreas residenciales responde con errores no muy exagerados a las necesidades de la población. Pero con el automóvil ocurre al revés: en una ciudad circularán tantos coches como quepan en el espacio que se les atribuya. Es decir, por muchas calles anchas que se hagan, por muchas vías rápidas que se tracen, las tendremos siempre colmadas y los problemas de convivencia aumentarán gravemente. En principio, pues, se trata de un conflicto sin solución. Y vivir en la ciudad quiere decir aceptar ese conflicto.

Una solución frecuentemente ensayada es la de aislar en lo posible la circulación de las zonas más residenciales: periféricos, pasos subterráneos, vías elevadas, etcétera. Pero estas soluciones no son factibles cuando se entra en conflicto con los barrios históricamente consolidados. Quizá son operativas las vías segregadas cuando sirven sólo para atravesar la ciudad sin parar en ella, pero cuando la circulación tiene que introducirse finalmente en los tejidos urbanos estalla el gran problema: la ciudad no tiene cabida para todo el flujo que proviene de estas vías y la situación empeora gravemente. Por esta razón me parece errónea la opinión de los que reclaman el ensanchamiento de las rondas de Barcelona. Quizá se reducirían en ellas los embotellamientos -en espera de un previsible aumento del número de coches que dejaría el problema en la misma situación- pero aumentarían los de la calle de Aragón, la avenida Diagonal o la Gran Via. Es correcto, por lo tanto, que las rondas sean una especie de embalse que sólo gotee hacia la ciudad los coches que ésta puede soportar.

Por lo tanto, el único camino válido -aunque su radicalidad pueda incomodarnos- es reducir al máximo la circulación rodada urbana. Y para ello hay que prohibir el tránsito en determinadas zonas, reducir las calzadas a una anchura mínima y obligar a los coches a mantenerse siempre en segundo término frente a los usos peatonales. Últimamente en Barcelona se han hecho algunas transformaciones en este sentido que parecen bien programadas. Pero no hay que olvidar que estas medidas no pueden aceptarse si, al mismo tiempo, no se resuelve el problema del transporte público. No se alcanzará la necesaria reducción de vehículos si no tenemos una red de líneas de metro o de ferrocarriles metropolitanos con servicio intenso y con horario largo y frecuente. Y éste es uno de los grandes fallos de Barcelona.

Al principio he dicho que el problema del tráfico no es sólo urbano, sino también interurbano. En nuestro país se han construido muchas autopistas y, en cambio, la política ferroviaria ha sido claramente insuficiente. A veces uno piensa que hubiera sido mucho mejor hacer menos autopistas y más ferrocarriles -siguiendo el ejemplo de algunos países más desarrollados- o establecer unos sistemas de peaje que en vez de ser rentables sólo para las empresas inversoras, fueran una manera de equilibrar los gastos públicos con los usos privados y que acabaran potenciando económicamente la expansión de las vías ferroviarias. Por esta razón me sorprende que algunos políticos de izquierda se empeñen en querer reducir los actuales peajes. Tienen toda la razón si protestan contra la discriminación con otras zonas del Estado en las que no hay peajes porque las autopistas no han tenido que ser financiadas por sociedades privadas. Pero aparte de esta explicación, si fuesen conscientes de su posición política, tendrían que forzar las limitaciones de uso de las autopistas y, al mismo tiempo, estructurar mejor el sistema ferroviario. Más peajes y más ferrocarriles.

Pero para clarificar estos problemas hay que tener muy presente la inmensa influencia de los intereses económicos de las grandes industrias del automóvil, cuya preocupación fundamental es vender más y más coches sin preocuparse de los graves daños ambientales. Siempre veo que entre los índices que valoran el progreso económico de cada país está el del aumento de coches vendidos y no encuentro nunca entre los índices del bienestar el de la disminución de los coches circulantes. Esos lobbies económicos tienen una fuerza muy considerable y han sido, por ejemplo, los que lograron imponer en Italia una política de autopistas y abandonar una antigua política de ferrocarriles mucho más progresista. No hay que olvidar que fue Reagan quien anuló en Estados Unidos la mayor parte de peajes. Sorprende un poco que nuestros políticos de izquierda coincidan -por lo menos en este tema- con ideas tan opuestas como la de los impulsores de la avalancha neoliberal y bárbaramente capitalista.

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