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Tribuna
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El efecto 2000

Era la madrugada del día 1 de enero del año 2000. La Humanidad había esperado aquel momento entre expectante y temerosa. Todos estaban ilusionados con la entrada de un nuevo milenio, pero temían los efectos presuntamente devastadores del llamado efecto 2000. El colapso de los sistemas informáticos amenazaba con producir un verdadero caos en los medios de transporte, en las redes bancarias, en los circuitos de alimentación, en casi todas las estructuras que garantizan el normal funcionamiento de las cosas en los países desarrollados. En Estados Unidos había quien llevaba semanas atrincherado en casa con su familia y toneladas de alimentos en la bodega (no sabemos quién le preocupaba más, si éstos o aquella). En Europa la cosa se tomaba con más calma, pero, desde luego, nadie había querido subirse a un avión y casi todos se habían preocupado de vaciar la cuenta corriente y de guardar los billetes debajo del colchón. Sólo a los países subdesarrollados parecía traerles aquello sin cuidado: los musulmanes porque tienen otro calendario y andan por el siglo XV, los demás porque la chabola, las cuatro gallinas y el campo con patatas o con mijo que cultivan no necesitan software alguno. Sin embargo, en este panorama dual había un territorio que desentonaba. Aunque situado dentro del primer mundo, una vieja propensión a pasar de todo, a la que sus habitantes solían llamar meninfotisme, hacía que en ese país, situado a orillas del Mediterráneo, nada pareciera tener importancia. Puede que el fin del universo esté próximo, pensaban sus habitantes, pero si así es, más vale gozar el momento y desentenderse de las consecuencias. Así que mientras el resto del mundo miraba la televisión, algunas de estas gentes tan singulares se habían embarcado alegremente en viajes de placer y atestaban estaciones y aeropuertos; otras habían llenado las calles de la ciudad para ir de cotillón y, como al día siguiente esperaban estar hartos y con resaca, ni siquiera guardaban una pizza en la nevera; tampoco faltaban, en fin, quienes ni siquiera se habían enterado de que empezaba otro milenio porque medían los años de cremà a cremà y la noche de marras les cogió discutiendo los pormenores de la próxima presentación fallera.

Total que transcurrió el fatídico momento en el que los ordenadores de todo el mundo inscribieron dos ceros en el recuadro correspondiente a la fecha y, como estaba previsto, casi no pasó nada. No hubo accidentes sonados ni crash de la Bolsa ni catástrofes sanitarias (el hambre y las epidemias siguieron existiendo en el mundo que no tiene ordenadores, pero esto carecía de importancia). El efecto 2000 sólo se notó en esa tierra despreocupada del primer mundo a la que nos estamos refiriendo. Y sus consecuencias fueron notables. Un ejemplo. Cientos de valencianos estaban en el aeropuerto de Barajas a la espera de tomar un avión para regresar a su tierra. Había vuelos programados cada dos horas, pero no se hacían ilusiones. Era tradicional que la compañía de bandera estatal les engañase aduciendo misteriosas causas técnicas o meteorológicas (nieve en Manises y en El Altet, decían), con lo que lograba retrasar todas las salidas hasta juntarlas con la del último vuelo. Otros habrían hecho barricadas, ellos ni se inmutaban. Pues bien, aquella noche, con puntualidad matemática, cada vuelo salió a su hora y todos pudieron tomar las uvas en casa sin problemas. Es el efecto 2000, dijo un portavoz de Iberia. Mientras tanto, los viajeros de un tren Alaris (que es el nombre con el que a la tercera ciudad de España la han engañado para que se crea que tiene AVE sin tenerlo) comprobaban estupefactos que en vez de recorrer una trayectoria elíptica, como la Tierra, estaban avanzando en línea recta. Es el efecto 2000, dijo un portavoz de Renfe.

Otro ejemplo. En aquel territorio la televisión pública emitía un programa en el que se excitaban las más bajas pasiones y por el que desfilaba la hez de la especie humana. Las chocarrerías más bochornosas, las afirmaciones más reaccionarias, la falta de respeto generalizada a la dignidad humana se seguían ofreciendo semana tras semana con el curioso argumento de que el programa era rentable (por la misma razón se podrían promover institucionalmente plantaciones de coca o peep shows). Aquella tarde de fin de año, cuando cientos de espectadores se disponían ávidamente a ver un resumen de los "mejores" momentos del programa, la pantalla se apagó un momento y, seguidamente, una niña rubia empezó a bailar, mientras la voz entrañable de Marisol entonaba aquella cursilada de "tómbola, tómbola, la vida es una tómbola".

Tercer ejemplo. A las doce en punto de la noche de aquel 31 de diciembre un apagón general dejó las ciudades de la Comunidad a oscuras. Otra vez el efecto 2000. Tanteando, los marchosos intentaron volver a sus casas, pero no lo lograron. Hubo quien se equivocó de barrio y descubrió que, incluso en aquella noche, había familias que no tenían nada que cenar. Otros intentaron sacar dinero de un cajero y advirtieron que había gente durmiendo sobre unos cartones en el local. Algunos, extraviados por calles estrechas y malolientes, se sorprendieron de la cantidad de lenguas extrañas que se hablaban en el territorio: hasta entonces habían rehuido las teces oscuras, pero, aquella noche, como no pudieron verles la cara, se dieron cuenta de que eran seres humanos como ellos.

Al dia siguiente, los especialistas en Informática arreglaron los ordenadores valencianos y pusieron orden en el caos. Pero ya nada volvió a ser igual. Los ciudadanos valencianos se habían dado cuenta de que el mundo no era como ellos creían. Ni en lo económico ni en lo cultural ni en lo social. Y que había que cambiarlo, aunque hiciese falta un efecto 2000 permanente. Hasta hubo quien apostilló que lo de Seattle también podría intentarse aquí. Y es que, para según qué cosas, lo mejor es el efecto pensat i fet.

es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.(angel.lopez@uv.es)

Ángel López

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