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LA CASA POR LA VENTANA La ciudad de las alegrías JULIO A. MÁÑEZ

A medida que el centro histórico -al que las ciudades deben su existencia y hasta su nombre- se deteriora para convertirse en un pudridero inhabitable, los políticos más despabilados andan sacando de sus mangas verdes una proliferación de ciudades imaginarias que sólo existen en la cuenta de negocios de las cementeras y que, como sucede con los peores sueños, acaban por tomar forma codiciosa a expensas de la destrucción de esa ecología del alma que conforma los paisajes malbaratados a la mayor gloria del futuro turista de aluvión. Todo sucede como en los territorios más oscuros de una terrible, tardía y agraria pesadilla según la cual conviene desplazar de la ciudad primigenia los atributos que contribuyen a hacerla placentera en su diversidad, para albergar en otras ciudades paralelas los artefactos de ocio ilustrado que ponen al alcance de la mano del transeúnte obras de arte o productos de la ciencia, portentos tecnológicos o maravillas del cine, como si la ciudad de siempre se hubiese quedado de pronto inservible y todo aconsejara fraccionar la experiencia en la metástasis de futuras ciudades de apariencia complementaria y realidad incierta situadas por lo común en las afueras. Y en las afueras de qué, podría decirse, como no sea en el extrarradio del benéfico carácter unitario de la encrucijada urbana. Si se trata, bajo dictado de modernidad, de borrar los límites entre la ciudad y el campo, en vano podría aducirse que aún una conveniencia de ese tipo -y su potencial disgregativo- no basta para legitimar la conversión de lo ineludiblemente rural en un precipitado reticular de gigantescos parques de atracciones.Lo peor no es que estemos hechos de la materia de los sueños, como afirmaba un Shakespeare al que los despachos de Hollywood han redescubierto como el mejor guionista de cine de todos los tiempos, sino que los sueños de cada uno dan la medida de su personalidad más cavernosa o, por decirlo a lo Ortega -esto es, a lo cursi- uno es su sueño y su circunstancia. Lástima que la circunstancia del sueño invernal de Luis García Berlanga sea precisamente Eduardo Zaplana, ya que tal vez el cineasta ignore la enorme plasticidad de nuestro President a la hora de reorientar un proyecto a favor de sus necesidades inmediatas, aunque hay que añadir que el entorno peliculero del director valenciano no desconoce las recias virtudes de carácter que adornan la conducta política de Zaplana. Si la indeterminada Ciudad de la Luz alicantina está destinada a albergar a la también indeterminada Ciudad del Cine por la vía de urgencia de su furibunda reconversión en vulgar parque de atracciones, entonces es que estamos ante una reorientación de la política de ocio que con tanta generosidad proyecta nuestro gobierno. Una reorientación, me parece, de tal calibre que obliga a reconsiderar la ordalía de proyectos más o menos coincidentes que el Consell almacena en su cartera de pedidos. No sólo para evitar duplicidades y solapamientos poco rentables en un futuro inmediato, sino también para impedir que el nuevo siglo -que no tendrá otro remedio que advenir entre infinitas muestras de ilusión, curiosidad y un cierto estupor- nos pille menos confesados que a otras comunidades históricas tan punteras por lo menos como la que, por fortuna para nuestros visitantes, nos alberga.

Dado que toda muestra de timidez está vetada por el talante emprendedor de nuestros empresarios, no veo razón alguna para que nuestro cultos gobernantes se conformen con el invento de una futura ley del Teatro, cuando tienen a su alcance la oportunidad histórica, incluso europea, de levantar de la nada la Ciudad del Teatro, que -como es lógico- alcanzará en cosa de pocos años la plenitud dorada cuando se complemente con las ciudades adyacentes de la Danza, del Mimo, del Musical, de los Títeres, del Teatro Infantil, del Juvenil y del Personal de Mantenimiento Adscrito a todas esas Ciudades. Semejante conjunción estelar de ciudades imaginarias podría dar lugar a algún que otro descontento entre el sector de los votantes amargados, pero la inminente puesta en marcha de la bonita Ciudad del Inmigrante -pateras destrozadas por el espléndido mar Mediterráneo, muestras escogidas de los efectos del salitre en una colección de navegados harapos de mercadillo, bonitas videoinstalaciones sobre las curiosas costumbres del sur subsahariano- bastará para acallar esas vocecillas de pánico, que enmudecerán para siempre en el acto inaugural de la Ciudad del Excluido, y sus callejones adyacentes, con su plan turístico de visitas concertadas al gueto disperso de ese 25% de familias valencianas que sobreviven por debajo del umbral oficial de la pobreza, al que se accederá mediante acreditación del recorrido por el tinglado de Ciudades anteriores.

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