LA CRÓNICA Niágara JACINTO ANTÓN
Hace ya más de veinte años que crucé por primera vez las cataratas del Niágara encaramado en un alambre tendido entre ambas orillas del río. La juventud es audaz. Incluso lo fue la mía, descolorida ya como estaba por el pálido fantasma de una incipiente cobardía. No recuerdo bien cómo diablos se me ocurrió lo de las cataratas, quizá porque por entonces, en 1977, andaba yo muy funámbulo tras haber asistido a una representación en el Saló Diana de Les troubadours, un espectáculo del Centre Dramatique de La Courneuve que ponía en escena la cruzada contra los cátaros con los actores haciendo equilibrios sobre alambres tendidos en el escenario.
El caso es que ese mismo año, siendo yo a la sazón un aventajado alumno de interpretación en el Institut del Teatre de Barcelona, cayó en mis manos un texto, El cruce del Niágara, de Alonso Alegría, que dramatizaba (!) la historia real de una travesía sobre las cataratas efectuada por el célebre volatinero Jean François Gravelet, El Gran Blondin.
Blondin, caballero del aire, escalador horizontal del cielo, cruzó varias veces las cataratas del Niágara (la primera en 1859) caminando sobre su alambre y efectuando todas las variaciones posibles: con los ojos vendados, metido en un saco o deteniéndose en medio del recorrido -335 estrechos e interminables metros- para cocinar y degustar una tortilla. En una de esas ocasiones, el maestro atravesó el cable con un individuo subido a sus hombros; y de eso trata El cruce del Niágara: de los preparativos y la realización de esa hazaña. Entusiasmado con el texto y confiado en un físico más que notable, me conjuré para ponerlo en escena. El papel de Blondin estaba claro, pero necesitaba a alguien para interpretar el otro, el del pasajero. Se lo propuse a varias compañeras de curso, entre ellas a Montse Guallar, y a un puñado de bailarinas en ciernes, dotadas de largas piernas. Todas declinaron la oferta: desconfiarían de mi habilidad de maromero. Al final todo lo que conseguí fue un colega bajito y con bigote. Lo peor es que estaba algo relleno y pesaba como un muerto. Pensé que a Blondin no le hubiera importado perderlo a medio camino. En fin, nos pusimos manos a la obra. Yo al principio albergaba la idea de escenificar el cruce final de la pieza sobre un verdadero alambre, pero bastó que Enric se me encaramase para desistir de ello. ¡Dios, si casi no podía dar un paso en el simple suelo! Así que trazamos una línea blanca para simular el camino aéreo sobre la letal espuma. Ensayamos días y días: yo robustecía mi columna y trataba de engatusar a Enric para que hiciera dieta, volteretas o lo que fuera, asustándolo con la maldición de los Wallendas. Pero nada, creo que incluso ganó peso: claro, tantas horas sentado... La verdad es que la historia era muy hermosa: Blondin y Carlo -El Pequeño Prodigio- practican, confiados en que el secreto para no precipitarse del alambre es transformarse en una sola entidad. Llegan a intimar de una manera extraordinaria; no sólo físicamente: Blondin le explica secretos del oficio y también sus temores y angustias, como el recuerdo de aquella vez en que un canalla le cortó un templador del cable y comenzó a oscilar como un péndulo a 50 metros de altura: "Entonces ya no eres un equilibrista, eres sólo un hombre y lo único que sabes es aferrarte y tener miedo". En ese parlamento yo echaba el resto.
Nuestro debut en un taller de fin de curso no pasará a la historia, pero bordamos el papel, y no caímos.
No se cómo se me ocurrió hace unas semanas regresar a aquel alambre sobre el Niágara. La verdad es que me sentía muy solo. Encontré las amarillentas fotocopias de la obra, plenas de anotaciones con una letra que casí no reconocí como mía y atravesada la portada por una frase de Le funambule, de Genet: "La maroma estaba muerta, has llegado: vivirá y hablará".
Tracé con tiza la vieja línea en la terraza de casa y volví a subirme al cable imaginario para practicar. Invoqué a todos los clásicos volatineros, Trivolin, Nicolet y el gran Colleano, me embutí como pude en las viejas mallas bicolores y con la fregona como percha de equilibrio me puse a recorrer mi alambre salmodiando los versos que el vulgo acuñó para celebrar la visita de Blondin a la ciudad, cuando actuó en la plaza de toros de la Barceloneta: "De su fama precedido/ que todo el mundo pregona/ Blondin llega a Barcelona".
Al mismo tiempo, para ponerme al día, leía el Traité du funambulisme de Philippe Petit (Actes Sud, 1997, prólogo de Paul Auster), con su mezcla de poesía y recomendaciones prácticas: "El cable no debe tener grasa (...). El equilibrista se encuentra en estado de equilibrio inestable (...). Nadie es más fuerte que el viento". Espeté a los vecinos que espiaban mis evoluciones entre curiosos y preocupados: "Quand un funambule inspire la pitié, il mérite deux fois la mort!". Y repasé los diversos ejercicios: la Falsa Caída, la Travesía de Magomiédoff, el Verdadero Salto Peligroso de Li Suang, la Marcha de la Muerte...
Ya preparado, busqué el teléfono de Enric y le llamé. No le había vuelto a ver desde lo del Niágara. Pareció sorprendido de oírme. Quedamos para vernos, en el bar de la calle de Elisabets, junto a la antigua sede del Institut.
Él llegó antes. No parecía muy diferente a como lo recordaba. En todo caso había cambiado para mejor, al revés que yo. Para romper el hielo le hablé de Bobby Leach, que en 1911 se lanzó en un barril en el lado canadiense de las cataratas del Niágara y sobrevivió para morir en 1926 al resbalar con una piel de naranja. Continué tratando de evocar la portentosa imagen de la almadía con un tigre vivo arrojada como atracción al río en 1814: el rugido postrero de la bestia sobresaliendo de la cacofonía de las aguas que se precipitaban hacia la apoteosis de espuma, el relámpago listado que caía y caía. Parafraseando al funámbulo Petit, le dije que es necesario anclarse con rabia en un equilibrio de perdición sobre las garras del viento, que hay que permanecer derecho y obstinado en la locura de vencer los secretos de la línea, y que los límites sólo existen en las almas de los desprovistos de sueños. Enric me miró fijamente. Yo quise explicarle que ya no me aguantaba en el cable, que tenía miedo a caer y que no podía alejar de mi cabeza el recuerdo de la muerte de Cordia Gypsi, la hija de nueve años de Petit; pero me falló la voz. Enric entonces tomó mis manos entre las suyas, sonrió y empezó a hablar de manera muy suave colocando las palabras cuidadosamente, una al lado de la otra, avanzando poco a poco. Yo le seguí, me encaramé y el cable dejó de temblar bajo mis pies. Abajo el Niágara arrastraba la espuma de los años. Y nosotros, sobre aquel alambre etéreo y luminoso, volvimos, una vez más, a cruzarlo.
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