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HORAS GANADAS Corazón de perro RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

En los relatos míticos, las criaturas, por lo general, no han tenido mucha suerte con sus dioses y creadores. Yahvé, según lo leemos en la Biblia, parece siempre predispuesto a deshacerse de sus hijos, los hombres, y en los poemas épicos de Hesíodo la furia divina contra los humanos sólo se atempera ante la necesidad de conservar con vida a quienes ofrecen dádivas y sacrificios a los celestes. El maravilloso cuento de los hombres partidos, narrado por boca de Aristófanes en El Banquete de Platón para simbolizar la legendaria figura del andrógino, abunda en la misma dirección. Y asimismo, fuera de los ámbitos griego y judío, el constante antagonismo entre creadores y criaturas impregna la mayoría de las antologías, violenta consecuencia quizá de la insatisfactoria mirada del hombre sobre sí mismo.Tampoco los relatos que denominamos literarios han escapado a esta inclinación o tentación. Cuando los hombres han usurpado el viejo papel de los dioses, atribuyéndose una capacidad de creación absoluta, han acostumbrado a reproducir asimismo las antiguas querellas y dificultades. El homúnculo concebido alquímicamente por Fausto irrita a su fabricante, que acaba despreciándolo. El doctor Viktor Frankestein odia a su monstruo, no tanto por su maldad ingenua como por su frustrante imperfección. Los judíos centroeuropeos recelaban hasta tal punto de su criatura cabalística, el Golem, que habían descifrado, según relata Jakob Grimm, tanto la fórmula de su generación como la de su destrucción: cuando a la palabra emet -"verdad"- se le borraba la primera letra quedaba met -"está muerto"-, de modo que la figura se deshacía y se convertía en arcilla.

La idea de que el hombre, superando el mediocre trabajo de los dioses o de la naturaleza, sería capaz de generar una criatura perfecta atraviesa la entera historia de la imaginación, desde los oscuros fondos míticos hasta los actuales horizontes de la ciencia. Resulta, en consecuencia, lógico que los apasionados creyentes en el progreso, al igual que los apóstoles del hombre nuevo, contemplaran aquella idea como algo inmediatamente factible, fuera a través de la tecnología, fuera mediante la revolución, y, a menudo, combinando ambas vías hacia el futuro esplendoroso. La retórica del hombre nuevo ha tenido en la época moderna multitud de propagandistas. Afortunadamente, como contrapartida, también ha sido materia predilecta para grandes irónicos.

Entre estos últimos, Mijaíl Bulgákov, el gran escritor de El Maestro y Margarita, dotado como pocos para la tragicomedia, autor de una de las sátiras más extraordinarias sobre la fecunda matriz de "hombres nuevos" en la que había degenerado el Estado soviético: En Corazón de perro emerge gradualmente el lado tenebroso, abismal, de la "nueva humanidad" pretendida por el totalitarismo bajo la parábola del ilustre cirujano que opera a un perro callejero y le trasplanta las glándulas sexuales y la hipófisis de un delincuente que acaba de morir (editada recientemente por Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg en la colección La Tragedia de la Cultura, dirigida por Vitali Shentalinski y Ricardo San Vicente, y destinada a recuperar textos prohibidos por la censura soviética).

Una obra, por lo demás, cuyos avatares parecen integrarse perfectamente en el propio argumento puesto que la criatura engendrada en el quirófano milagroso del profesor Preobrazhenski, revelándose muy pronto como un ser oportunista, cínico y despreciable, representa muy bien el talante de aquel poder que impidió, en su momento, la publicación del libro. El manuscrito de Corazón de perro fue secuestrado, junto con los diarios de Bulgákov, en 1926, tras irrumpir la policía secreta en el domicilio de éste; y no salió a la luz sino 60 años después, ya en el periodo de Mijaíl Gorbachov.

Pequeña obra maestra de la tragicomedia, Corazón de perro abría asimismo una dimensión tragicómica en el futuro de su autor: el extraño pulso, doloroso a veces, directamente surreal otras, mantenido por Mijaíl Bulgákov con las autoridades y, en particular, con Stalin. Tras el robo de los manuscritos el escritor da inicio a una sucesión de cartas, reivindicando su devolución y, con posterioridad, también su libertad de viajar al extranjero. El 28 de marzo de 1930 envió una solemne carta al Gobierno de la URSS en la que hacía una auténtica declaración de principios. Para su sorpresa, 20 días después recibió la llamada telefónica de Stalin que le propuso, entre otras cosas, "reunirse para charlar".

El curioso y retorcido respeto de Stalin por algunos artistas -Shostakóvich, Prokófiev, Pasternak- en medio de los crímenes y de las deportaciones formaba parte quizá de la vanidad de quien se sabía poseedor del poder absoluto. Al fin y al cabo, su bisturí llegaba mucho más lejos que el del héroe de ficción pensado por Bulgákov. No era un creador más; era el Creador que trasplantaba corazones de perro a su antojo. Y con este rango su influencia turbaba incluso a las mentes que más lúcidamente percibían su maleficio.

Por sus cartas y diarios todo parece indicar que Mijaíl Bulgákov esperó ansiosamente 10 años, hasta su muerte en 1940, la llamada del dictador para concretar la cita prometida.

Mijaíl Bulgákov.

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