Vísperas
A estas alturas, en vísperas del acto electoral de mañana, uno puede sacar conclusiones no exclusivamente electorales o electoralistas. La campaña presidencial, desde luego, a pesar de algunas disonancias, fue seria, pacífica, interesante, a pesar de la tendencia de moda a encontrar que todo lo que sucede en Chile es aburrido, de una "fomedad" sin remedio. Demostró que la democracia chilena, a diez años de salida de la dictadura y a pesar de todas las críticas internas y externas, funciona bastante bien. Hubo candidaturas de todos los sectores políticos, de los principales y de los márgenes, y el debate siempre se mantuvo dentro de términos esencialmente civilizados. Aun cuando a nosotros nos parezca normal, no es una prueba fácil en ninguna parte.La candidatura de Joaquín Lavín, a diferencia de las dos anteriores de la derecha, no fue un simple saludo a la bandera. Fue una candidatura verdadera, con posibilidades reales de triunfo, y eso le dio a la campaña algunos momentos de suspenso. Los que conocemos la prehistoria republicana del país, los que éramos mayores mucho antes del golpe de Estado de septiembre de 1973, tuvimos en una que otra ocasión el recuerdo de las campañas del pasado. Las diferencias, eso sí, fueron más sorprendentes que los parecidos. Todo ha sido invadido ahora por el mercado, por algo que llaman el "marketing". La introducción del mercado en la política, como en la cultura, tiene un aspecto aparentemente alegre, pero muestra a cada rato su hilacha vulgar y hasta siniestra. Para mi gusto personal, uno de los grandes defectos de la campaña de Lavín fue el exceso de dinero. No se vislumbró en esta materia ni el menor atisbo de sobriedad. Las entradas a las ciudades, las avenidas, las plazas principales, fueron tapizadas con los letreros del "cambio", y no creo que las reacciones de "la gente", esa nueva abstracción de nuestro lenguaje, hayan sido tan positivas.
A mí me parece que la campaña de Joaquín Lavín fue demasiado larga y que su culminación ya ha quedado un poco atrás, cosa que permite ahora un repunte de los votos de Lagos. Además, la idea insistente del "cambio" resulta descolgada si no se le da algún contenido. Como ya sabemos demasiado bien, en Chile y en todo el mundo contemporáneo, siempre es posible cambiar para peor. Un planteamiento más correcto, de mayor tradición y sentido político, habría sido el de la alternancia en el poder. Pero la verdadera alternancia sólo se puede dar dentro de un sistema democrático bien consolidado, donde los ecos autoritarios han desaparecido. Si uno de los bloques no se ha desmarcado en forma efectiva, completa, convincente, del pasado autoritario, el sistema de la alternancia, normal y sano en una democracia, no funciona. Así se lo dije hace poco a un periodista norteamericano que me planteó el asunto. Y tuve la impresión de que el periodista, a pesar de sus simpatías personales por la candidatura de Lavín, me había entendido.
El lema de crecer con equidad, con igualdad, tema central de la campaña de Ricardo Lagos, a pesar de su apariencia simple, ha sido bien escogido. Lo propio del crecimiento bajo régimen autoritario era precisamente la escandalosa desigualdad, la exhibición de riqueza, la falta de solidaridad social, la incultura profunda que rodeaba todo el proceso. El argumento habitual de la derecha consiste en sostener que para imponer la igualdad por medio de la acción del Estado se perjudica y hasta se destruye el crecimiento. Si las cosas se hacen bien, con respeto de las normas elementales de una economía moderna, no tiene por qué ser así. Desde luego, los dos Gobiernos de la Concertación han seguido un rumbo más o menos correcto. Es posible que un Gobierno de Lagos vaya un poco más allá, pero dentro de los límites que impone la economía. Todos saben que la igualdad matemática es una simple utopía. A lo que se aspira en las sociedades contemporáneas es a cumplir con ciertos mínimos y a lograr una máxima igualdad de posibilidades. Nosotros estamos todavía muy lejos, pero tenemos la obligación de acercarnos. Tenemos que navegar con una brújula humanista, solidaria, de consenso democrático. Esto no sólo favorece a la parte más débil de la sociedad. Esto ayuda a mantener la estabilidad y la gobernabilidad de todo el sistema. Favorece a la sociedad en su conjunto.
En mi opinión, las proposiciones de Joaquín Lavín fueron particularmente insuficientes, en contraste con las de Lagos, en un punto decisivo de nuestra coyuntura histórica: el de la liquidación de los enclaves autoritarios. Una de las claves de una verdadera transición, aquí y en cualquier otra parte, consiste, por ejemplo, en volver a subordinar el poder militar al poder civil. Sólo así se puede llegar a tener un ejército moderno, eficiente, puesto al servicio de los intereses permanentes del Estado y ajeno a la contingencia política. Basta ver el caso de las transiciones bien logradas del mundo moderno. Basta echar una mirada a las democracias de este final de siglo. En una de sus entrevistas, Lavín dijo que el sistema de nombramiento de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas había funcionado bien hasta ahora, razón suficiente, a su juicio, para mantenerlo. Confieso que no me convenció en absoluto. ¿Vamos a ambicionar ponernos a tono con las sociedades contemporáneas más avanzadas, más cultas, más libres, más equitativas, o vamos a tener de modelo trasnochado a la España de Franco, un mundo que se hundió hace casi un cuarto de siglo sin pena ni gloria? La política cotidiana es confusa, pero los dilemas de fondo, después del final de la guerra fría, son bastante claros. Ya no hay demasiado terreno donde perderse. El Gobierno próximo tiene que ser el del final definitivo de la transición, con sus enclaves dictatoriales, con sus antiguos miedos y fobias, y el de nuestra reinserción plena en la vida internacional. Las condiciones, a pesar de algunas apariencias, no podrían estar mejor dadas.
La campaña de Gladys Marín tuvo aspectos simpáticos, populares y juveniles, y ha conquistado más apoyos de los que se calculaba en un comienzo. El apoyo electoral a Gladys Marín será un voto de castigo al Gobierno, producto de la impaciencia, del momento recesivo de la economía, de muchos otros factores. Será también, si no me equivoco demasiado, un voto de nostalgia. En sus viejos tiempos, el partido comunista chileno representó no sólo una forma de acción en la sociedad sino una forma de vida y de cultura. Conocí a gente de mi tiempo que entró en el partido como quien entraba en religión, con motivaciones morales y psicológicas más o menos parecidas. Mi objeción principal a esta campaña tiene que ver con el lenguaje más bien anquilosado y con la reflexión tan poco renovada que exhibió casi siempre. Uno escuchaba a Gladys Marín y a sus partidarios y tenía la sensación extraña de que el muro de Berlín nunca se había desplomado, de que el poder soviético seguía instalado en Moscú, de que la Unidad Popular no había cometido errores y sólo había caído debido a la perversidad del imperialismo norteamericano y de sus aliados chilenos. Habría sido interesante encontrarse con un partido comunista crítico, que hiciera un análisis serio de su pasado, que recuperara en forma moderna sus antiguos valores intelectuales. Predominó, por desgracia, la rutina, la "chuchoca", la gente que Vicente Huidobro bautizó en una oportunidad como "esclavos de la consigna". Ser esclavo de la consigna es una manera cómoda de pensar poco o de no pensar nada. En el comunismo italiano, en sectores comunistas de Polonia, de Hungría, de la República Checa, se observa ahora un intento serio de entender lo que sucedió y de proponer alternativas modernas y posibles. En Chile seguimos muy aficionados a las palabras y al guitarreo.
En resumen, pudo ser mejor, y debió, quizá, ser un poco más breve, pero estos meses de campaña presidencial mostraron un proceso político interesante, civilizado, instructivo. Muchas cosas se quedaron en el tintero, pero otras fueron bien ventiladas. Dentro de la relatividad de todo, creo que el país salió ganando. Y que mañana no habrá sorpresas mayores.
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