Pesos ligeros
Las competiciones europeas nos han confirmado la violenta pasión del gremio de entrenadores por los futbolistas corpulentos. La situación podría describirse así: en caso de duda, deciden que hombre grande, ande o no ande. Alguien dirá que estaba escrito; la visión de las fornidas bandas de noruegos, ucranios, checos y alemanes nos ha devuelto a los primeros años de la hamburguesa, cuando los agoreros anunciaron que los descendientes de Maradona, Butragueño, Bruno Conti y otros tahúres de bolsillo terminarían sucumbiendo ante las futuras réplicas de Briegel, Hrubesh, Augenthaler y demás paquidermos de factoría. Puesto que se aceptaba sin discusión el valor del tamaño, tendríamos que renegar de los geniecillos; prescindir de la originalidad, renunciar al encanto de la sorpresa, exiliarnos en la cuenca del Ruhr y acostumbrarnos a disfrutar del material pesado. En resumen había llegado la hora de marcar el paso. Vivir para bostezar.Pero, frente a tanto pesimismo, los artistas del peso pluma siguieron apareciendo regularmente en todas las grandes escuelas y siempre lo hicieron del único modo posible: compensando la pequeñez con la calidad. Cada cual en su estilo, todos llegaban con trucos de refresco; unos pulsaban la pelota como tocarían un instrumento musical, otros preferían acariciarla como si fuese un animal doméstico, y los más ambiciosos, en fin, se disponían a renovar el catálogo profesional con sutilezas que nadie había concebido hasta entonces. En distintos equipos y lugares, los socios de Denilson se pusieron a restaurar la célebre bicicleta de Leivinha, mientras, aceptada la infalibilidad de Garrincha, sus colegas más avanzados descifraban la carrera de la liebre y descubrían todas las variantes posibles del cambio de ritmo. Cuando alguno de esos seres irrepetibles desaparecía prematuramente, se llevaba su propio repertorio, de modo que dejaba en los espectadores el sentimiento de que nada volvería a ser lo mismo. Tenían razón en todo salvo en la melancolía, porque, aun sin pretenderlo, los nuevos intérpretes, siempre veloces y livianos, siempre enclenques pero siempre unidos por la necesidad de innovar, también se convertirían en sucesivas piezas únicas.
En esa estirpe de ilustres diablillos, el extremo inferior de la escala evolutiva sería El Burrito Ortega. Representaría a los grandes jugadores de suburbio, esos chicos que, forzados a una competencia desleal, tienen que tirar de navaja y licenciarse en picardía. Otros consiguen desarrollar hasta límites excepcionales una única cualidad definitiva, preferiblemente la rapidez. A este grupo de hombres bala pertenecen Owen y Piojo, gente pasada de revoluciones cuyo sistema nervioso es en realidad una jaula de grillos. Como los purasangre, ocupan su lugar en el cajón, separan las aletas de la nariz y, entre corvetas y relinchos, viven pendientes del banderazo de partida y se mueren por un metro de ventaja.
En esta especializada fauna menor hay también híbridos de gato y ratón. Son los Savio, Overmars, Recoba o Giggs; seres obligados a invertir los papeles por exigencias del cerrojo. Atrapan la pelota como si fuese un ovillo y, sin tiempo para respirar, miran las zarpas del defensa, estudian la relación entre posiciones y equilibrios, y de pronto, fsss, se infiltran en el área pegando gritos y virajes.
Viéndoles en su endeblez parece imposible que puedan salir indemnes, pero cuando vuelven del botiquín siguen deslumbrándonos con su misteriosa creatividad. Por eso el pronóstico no ofrece dudas: a despecho de la amenaza de los gigantes, los pigmeos no están en vías de extinción.
Bien podemos decir que llegarán sin problemas al siglo XXII. Que conseguirán sobrevivir sin apuros al fútbol de mono, grasa y acería.
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