"¡Esto es una gozada!"
Ander Garitano se cobró el sábado, en el Bernabéu, una deuda emocional de 11 años
Once años tardó el número 10 en retozar triunfador por la hierba de Chamartín. Fuera de sí, en pleno éxtasis, contando los goles que su equipo le hacía al Madrid: uno, dos, tres, cuatro, cinco... Ander Garitano se sacudió el sábado un peso de encima. Rompió su propia historia de jugador reconcentrado en el sacrificio. Su grito brotó como una reafirmación de placer. "¡Esto es una gozada, esto es una gozada!", iba repitiendo sobre el césped del Bernabéu, con el partido en juego, ante la perplejidad de sus compañeros. Jamás le habían visto sonreir sobre un campo.Garitano celebró en el Bernabéu, el estadio de su debú en Primera. Su pesadilla. Llevaba la fecha grabada en la memoria. Ocurrió el 14 de marzo de 1988. El técnico del Athletic, Howard Kendall, lo hizo debutar con 18 años. Enfundado en una camiseta que no encontraba portador desde tiempos de Clemente -el 10 del Athletic- el media punta jugó asfixiado por su propia naturaleza de futbolista obsesionado con la responsabilidad. Dio síntomas de agotamiento psíquico. Jugó mal. El Athletic se fue de Chamartín derrotado y Garitano lo vivió como una tragedia. Algo que lo marcaría para el resto de su carrera. Hasta el sábado.
Duodécimo de 13 hermanos, Garitano cultivó una sensibilidad futbolística innata mirando los entrenamientos del Derio. Allí jugaban dos de sus hermanos mayores, Julio y Ondarru. Pero Julio murió jugando al fútbol. Cayó fulminado por un colapso cardiaco, y Garitano se quedó solo ante su aprendizaje. No tardó, sin embargo, en convertirse en el futbolista más apreciado de la cantera del Athletic. Desde los infantiles tuvo en Txetxu Rojo un promotor incondicional. Garitano ascendió al primer equipo; y pese a que un griego le rompió el talón de Aquiles en un partido de la UEFA, terminó por convertirse en el encargado de mover al Athletic en tiempos de Heynckes. En 1996, al no contar con el apoyo de Luis Fernández, fichó por el Zaragoza.
En Zaragoza se reencontró con Rojo. Descubrió una parcela en el campo donde su zurda pudo prosperar, tirado a la izquierda de la línea de tres cuartos. Y volvió a pisar el Bernabéu, 11 años más tarde, para salir airoso y goleador. "Ha sido el día más feliz de mi vida como futbolista", dijo. Bajo el brazo se llevó un premio íntimo. Su propia camiseta, con el 10 del Zaragoza, envuelta como una bandera. Con ella había exorcizado al Bernabéu dando saltos de alegría, en pleno partido: "Ésta no se la doy a nadie; ésta me la llevo a casa".
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