Soledad desconocida
Llevaba varias horas de viaje en tren desde Valencia, cuando llegamos a Zaragoza al atardecer. En un edificio grisáceo próximo a las vías había varias estancias iluminadas, pero sólo una me capturó: una mujer leía o escribía -me gusta pensar que lloraba- reclinada sobre una mesa camilla a la luz de una lámpara de pie. Y miró hacia las vías. Me gusta pensar que lloraba por mí; porque no íbamos a conocernos nunca; porque nuestros universos sólo hubiesen coincidido ese breve instante de nuestras vidas; porque yo haya podido existir sin ella y ella sin mí. Me gusta pensar que lloraba por sí misma, por mí y por nuestra soledad desconocida.- . .
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