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LA CASA POR LA VENTANA Los zapatos de Brines JULIO A. MÁÑEZ

Ahora que ha pasado el tumulto del festejo quería decir que debe ser cierto que Paco Brines, que hace brillar como pocas veces el Premio Nacional de las Letras, no hace sino ensayar una tímida despedida desde que tiene uso de razón poética, es decir, desde siempre por lo menos, a juzgar por la levedad con que acostumbra a despedirse de los amigos en medio de una noche de conversación, que es que es tenerlo delante de uno al concluir una frase y verle salir por la puerta al regresar de la barra con una nueva copa entre las manos. Yo le conocí hace tanto tiempo que apenas ya si recuerdo, y lo veo lo mismo que al principio, inclinando levemente su cabeza romana hacia la derecha para mejor atenderte cuando le hablas, adelantando el rostro unos centímetros haca su interlocutor como si ganar esa breve distancia fuera gesto de relieve para obtener un mayor entendimiento. Sigue sonriendo como un niño que tuviera reparos en formular lo que tiene que decir, que naturalmente es mucho más de lo que acertaremos a comprender, y sólo puedo añadir que algunas noches del café Malvarrosa fueron memorables, bajo la mirada brillante y absurda de Toni Moll, cuando nos dejábamos caer por allí con Pep Marín o Enric Benavent preparando un estreno teatral o celebrándolo, con una Carmen Alborch tan pletórica como siempre de emociones, un Vicente Fuenmayor que por entonces pensaba que pintar todavía era útil o el siempre bravío Juanjo Estellés. Tiempos. Le dije a Brines una noche que en su libro El otoño de las rosas (que me regaló apesadumbrado por la abundancia de erratas corregidas de su mano) hay un poema que hace como que describe un paisaje desde la ventana para mencionar una intensa emoción sin nombre conocido y que en mi débil opinión esos versos estaban escritos desde los zapatos de la infancia, así que desde entonces, que es como decir desde siempre, tengo a Paco muy interesado en saber a qué poema me refiero. Tampoco ahora voy a decírselo, que se fastidie.Es lo mismo que en el mejor Bertolucci, aunque Brines sea más sólido y más imaginativo en su don de la sobriedad, cuando en La luna recoge la metáfora freudiana del zapato deshabitado bien como deseo de ocupar el poderoso lugar paterno, bien con la intención de liquidarlo para sus adentros de una vez por todas. Nada que ver con el prestigio del calzado como fetiche sexual, algo tan del gusto del Buñuel más agrario o de las bobas ingeniosidades del surrealismo, copiado a veces por Saura o por Berlanga, asunto del que los zapatos serializados de Manuel Sáez apenas son reminiscencia. A la puerta de algunas discotecas los gorilas ametrallan con los ojos el calzado del personal dudoso como criterio inapelable de acceso a la sala, pero rara vez he visto en las artes de la representación (su función en algunos poemas de Pere Gimferrer es otra cosa, y sobre todo en los de Gabriel Ferrater, más entretenido en los tobillos de las chicas) que se utilice el zapato a manera de elipsis narrativa que cuela de matute la parte por el todo. Lo hace, a su manera, Alejandro Jornet sin gran problema en el montaje teatral La mala vida, cuando un ejecutivo más cantamañanas que agresivo convoca un consejo de administración que aparecerá formado por unos once pares de zapatos situados en hilera cerca de la embocadura del escenario y de espaldas al espectador. No es el momento más interesante de ese trémulo espectáculo pero sí, quizás, el más sugestivo en la medida en que no parece probable que su hábil director se haya guiado exclusivamente por los rácanos dictados de la economía narrativa.

Casi al mismo tiempo en que se consumaba la diversión surrealista, Proust concluía el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido. Ahí se encuentra el pasaje acaso más sublime de su escritura, bajo el rótulo Intermitencias del corazón, donde el narrador se deja llevar por el vuelo de la memoria involuntaria con más intensidad y mayor provecho que en el famoso episodio de la magdalena, cuando al sentarse en su segunda visita a Balbec en una cama y agacharse para descordar sus zapatos se siente inundado por la dulce evocación de la presencia de su abuela muerta. Algo de la seriedad que reviste la apelación a la memoria invertebrada tiene Martí Dominguez en su voluntad de no desdeñar la alta cultura -y menos aún de usarla a modo de refugio: me parece que este dicho no necesita para nada tocar mare- como mar de fondo de una novela, El secret de Goethe, que navega descalza y sin alegrías de sonajero en su propósito de prescindir del localismo narrativo tan común en nuestra envejecida actualidad novelada. Ya veremos.

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