Visiones en el siglo
En las obras de arte concebidas con voluntad profética, por lo general, la profecía envejece rápidamente, mientras que lo que perdura es el poder institutivo -visionario en parte- del arte. El futuro se asoma más donde el mensaje explícito es más débil y, por el contrario, se desvanece donde era dibujado con excesiva claridad. Así ha ocurrido con las múltiples obras de arte proféticas generadas desde la Ilustración, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, pero todavía con mayor rotundidad con las propuestas de este último siglo.En una reciente entrevista, el irónico Arthur Clarke reconocía que ya era imposible que el año 2001 albergara una odisea en el espacio como la que Stanley Kubrick y él habían concebido, y cuando traspasamos el año 1984 nos dimos cuenta de que aquella fecha, a la que tantas veces se había hecho referencia, revelaba pocos de los indicios previstos por George Orwell. Los que, adolescentes, amamos las obras de Jules Verne hemos debido reconocer la enorme cantidad de pronósticos equivocados que contenían sus obras, aunque, ya adultos, sigamos defendiendo el enorme encanto de su imaginación.
Cuanto más precisa y trascendente es la profecía menos posibilidades tiene de sobrevivir. Pero en las grandes obras, aunque se disuelva el mensaje permanece un extraño resplandor que atraviesa las épocas, casi imperceptible a veces, fuerte como un fogonazo súbitamente. Tal vez las grandes palabras parecen, entonces, lejanas fantasmagorías y lo que surge en el escenario son las pequeñas frases, los decorados laterales, aquel claroscuro que al principio era menos apabullante que la luz y menos cautivador que la tiniebla.
Poco podemos añadir hoy, tan cerca ya del 2001, al desconcierto que produjo el espeso enigma, con resonancias nietzscheanas, planteado por Kubrick en su película y al que prudentemente Clarke no alude en absoluto. Hay algo de tremendamente anacrónico en todo ello pese a que sólo han transcurrido algunas décadas: tiene la penosa solemnidad de las grandes ideologías obsoletas. Pese a todo, la obra de Kubrick y Clarke es maravillosamente fresca en muchos aspectos y decididamente visionaria en algunas de las perspectivas enunciadas.
Orwell tampoco acertó en los horizontes concretos, e incluso erró abiertamente en el rumbo de la historia. Y, sin embargo, una parte de sus visiones -el Gran Hermano en lugar destacado- se han convertido en elementos familiares de nuestro paisaje. No se cumplieron exactamente como él creía, pero sí se cumplieron de acuerdo con lo que nuestra época se veía obligada a aceptar.
Algo semejante ocurre con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, acaso la más inquietante e impactante de las profecías literarias del siglo XX, escrita en los años treinta, cuando la doble tenaza fascista y estalinista yugulaba, terminalmente ya, los sueños utópicos. No vivimos, es cierto, en la contrautopía de Huxley, pero tampoco vivimos muy lejos de su influjo. De forma paralela en que no vivimos en La isla del doctor Moreau concebida por H. G. Wells, pero tampoco somos ajenos a ella, a sus pesadillas, a su horror y a su ineludible seducción.
Viendo recientemente, de nuevo, Metrópolis, de Fritz Lang, he podido comprobar una vez más que el envejecimiento profético no anulaba la matriz visionaria de ciertas obras. Afortunadamente fosilizado el mensaje central de la película -"entre el cerebro que dirige y las manos que actúan debe mediar el corazón"- toda la trama es, asimismo, a los ojos actuales, arcaica, cuando no extravagante: el tardío descubrimiento del protagonista, al igual que el del príncipe Sidhartta al salir del palacio, de las presencias mundanas de la pobreza, la vejez y la muerte; el ritmo algo repulsivo de una heroína wagneriana entre proletarios; el demonismo del científico que crea máquinas y el arrepentimiento final del empresario que dirige masas de hombres.
Pero, una vez evaporado el mensaje profético, tan ambiguo que pudo fascinar a derechas e izquierdas en los años inmediatamente posteriores a su estreno en 1926, Metrópolis llega a nosotros como una soberbia visión de un futuro al que ya pertenecemos, además de dejar tras de sí, en muchas otras películas, una estela de visiones fantasiosas de otros futuros.
Aunque la reflexión central de Fritz Lang sea excesivamente deudora de su época, y se agote con ella, son sus metáforas las que nos alcanzan y golpean. Su visión no transcurre por la superficie de la historia, sino en sus subsuelos, cárceles imaginarias como las de Piranesi, que atrapan las ciudades y las conciencias. Más allá de la profecía, lo que nos conmueve todavía hoy en la obra de Lang es el teatro de sombras que inaugura.
Y en él actuamos como los invitados a la fiesta en El ángel exterminador, de Luis Buñuel, el menos profético de los grandes visionarios del siglo: sin saber dónde está la salida, pero acostumbrándonos a la función.
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