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LA CRÓNICA Ponga un récord en su vida JORDI PUNTÍ

Me di cuenta al llegar, no antes. El sábado por la noche, a las nueve y media, entré en el Palau Sant Jordi para asistir -sorprendentemente, mi primera vez- a la última función de La extraña pareja, la obra de Neil Simon que durante más de cinco años han representado y recreado Paco Morán y Joan Pera, hasta el punto de conseguir que no quede prácticamente ningún mortal a este lado del Misisipí que no haya reído o aplaudido sus muecas y gracias; o bien, es otra posibilidad, que no haya sentido tal vez esa manía incómoda, pegadiza, por esos dos señores que no han parado de triunfar y de aparecer hasta en la sopa, entrevistados y celebrando constantes hitos y récords de permanencia en la escena teatral. Todavía me acuerdo de sus primeros pasos en el éxito: ibas al cine dispuesto a tragarte uno de esos dramas concienzudos, tres horas en chino subtitulado, y, antes de la película, en el momento de los anuncios Movierecord, aparecía la extraña pareja en formato vídeo casero y risas enlatadas y te refregaba su triunfo por las narices: ¡Seis meses sin parar. Que siga la risa! ¡Ocho meses! ¡Diez meses y continuamos! ¡Un año! Llegó un momento en que les debió de parecer de abusicas, y dejaron de atormentar a los aprendices de intelectuales. Además, el fenómeno ya se alimentaba solo, imparable. Lo cierto es que Morán y Pera se han convertido con el tiempo en un ente indisociable, dos al precio de uno, y han sabido aprovechar esta química para crear adeptos, adictos fieles, una legión de extrañaparejólogos que se saben la obra de memoria. A ellos, a estos incondicionales, estaba dedicado el last picture show del sábado en el Sant Jordi.

Me di cuenta al entrar, pues, no antes, de que allí lo de menos era la obra de teatro. Aquello era un estado mental, una disposición del ánimo. En un rotundo clima de fiesta que parecía sacado de una gala benéfica en Las Vegas (al final, cómo no, llovieron papelitos del cielo), con una música de fondo sandunguera y un speaker rabiosamente simpático, la gente -los amigos, la familia- entrechocaba las manos a la americana y se decía: "Give me five! ¡Sí, vamos a conseguirlo. Vamos a batir el récord Guinness, o como se diga, de espectadores de pago en una sola obra de teatro! ¡Ya somos 15.000!". Y es que los de la productora Focus, muy despiertos ellos, sabían que ésa era la mejor forma de atraer a las masas al espectáculo: en esta tierra la gente está loca por poner un récord en su vida, y no tengo la menor duda de que entre ese público entregado se encontraban ya antiguos participantes en otros récords igualmente insólitos y chocantes (y absurdos también): la sardana más grande, la butifarra más larga, el bisoñé más antiguo, la expectoración lanzada más lejos, etcétera.

Pude comprobar este jolgorio afectivo del público porque una de las primeras cosas que vi al entrar fue un tenderete que alquilaba anteojos. Me acerqué y pedí unos para probarlos. Me asomé a la pista y vi toda la extensión de gradas, un hormiguero de gente que subía y bajaba con palomitas, refrescos y bocadillos (en ese momento identifiqué el olor de francfort y ketchup que impregnaba el ambiente). Observé entonces por los binóculos, peinando lentamente toda una zona, y me centré unos segundos, seis o siete, en una guapa adolescente a lo lejos que se miraba las uñas, sola y ensimismada, a su lado un sitio vacío quizá destinado al novio que llegaría con avituallamiento; más abajo, un padre de familia le contaba algo a su hijo mayor, que sonreía atento, mientras su esposa acurrucaba al pequeño (de unos tres años, calculo yo) medio dormido en su regazo. Mi fijé todavía en dos o tres personas más y devolví los anteojos.

Entonces, desde lo más alto del Sant Jordi, junto a la fila ciento y pico de la tercera gradería, me dirigí hasta mi asiento abajo en la pista, y el descenso me hizo comprender que se habían formado entre el público distintas facciones, diferentes entre sí pero unidas en su misión y afán, el récord. En un lateral, un grupo se quejaba a grito pelado de que las grúas de la televisión no les dejaba ver el escenario; en otra parte, más arriba, una pandilla se afanaba infructuosamente por hacer nacer una ola que se expandiese por la gradería; y a mi alrededor, en la platea, un montón de señoras extrañamente parecidas, replicantes todas ellas de Odette Pinto, quitaban una mota de polvo de la solapa del marido trajeado, a la vez que intentaban que sus joyas heredadas de generaciones reluciesen bajo los focos.

Empezó la función y se hizo el silencio; de hecho se hizo un relativo silencio (la facción amotinada del lateral siguió gritando un buen rato). Paco Morán y Joan Pera fueron desgranando toda la interpetación, un texto y unas réplicas que ya no olvidarán jamás, y casi sin quererlo llegaron al final. Hubo muchos aplausos, confeti, más aplausos. Luego, todos los asistentes desfilamos poco a poco hacia la salida, mezclándonos las facciones y subiendo por las escaleras con un nuevo récord bajo el brazo, misión cumplida. Era tarde y pensé que, en efecto, la pareja de la obra era extraña, pero la vida todavía lo es más.

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