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Estable desorientación

Hace unos meses tan sólo, antes del verano, el presidente Aznar resistió con firmeza las presiones de sus más cercanos consejeros para disolver el Parlamento y convocar elecciones generales. Argumentos no faltaban a quienes definieron como "de libro" la oportunidad de la convocatoria adelantada: la legislatura, se decía, agonizaba; la situación económica podía iniciar una flexión a la baja; la situación política no podía ir a mejor, con el Gobierno eufórico, la oposición socialista embarullada y los comunistas con suficiente salud para seguir enquistados en su 10%. Los periódicos más gubernamentales se mesaban los cabellos, pero su hombre, impertérrito, no les hizo caso: todo llegaría, también las elecciones, sin prisas, a su debido tiempo.No carecía tampoco el presidente de razones para cumplir los plazos. El gran mensaje del cuatrieno popular ha sido la estabilidad y nada hay estable si no dura, valor que los españoles preferían, según el presidente, sobre todas las cosas. Una campaña electoral montada sobre un récord de duración, con la promesa gratuitamente añadida de no permanecer en el poder más de otros cuatro años, sería suficiente para asegurar la reelección. Por lo demás, llegar al año 2000 en la presidencia del Gobierno sería una verdadera gozada: Aznar cerraría un siglo -¡y qué siglo!- y un milenio -¡y qué milenio!- de la historia de España y estaría ahí, firme en sus manos el timón, para abrir el siguiente.

Éstas eran las cuentas que unos y otros se hacían antes del verano: prevalecieron las de Aznar. Todo iba sobre ruedas y la fortuna parecía sonreír al timonel de la España va bien. Desde entonces, sin embargo, partido y Gobierno no ganan para sustos. Un resultado desastroso en Cataluña, no sólo por su propio bajón, sino por el ascenso socialista y el derrumbe comunista. Además, una retahíla de escándalos despidiendo el mismo tufillo que impregnó el declive socialista: aprovechamiento para el negocio privado de oportunidades derivadas de la cercanía al poder político, subvenciones para cultivos fantasmas, contratos ferroviarios de familiares de altos cargos, recalificaciones de terrenos, opciones cuidadosamente programadas para garantizar a sus titulares pingües beneficios, obispos impacientes por erigirse en defensores de los pobres: nada falta en la escena para completar el cuadro de costumbres españolas que acabó hace cuatro años con los Gobiernos socialistas.

Pero hay algo más y de mayor entidad: bajo la capa de estabilidad comienza a emerger una sospecha de inmovilismo. A la estabilidad, para transformarse en capital electoral, no le basta la duración; necesita también de sentido. Un Gobierno estable es un Gobierno duradero, de acuerdo; pero durar, ¿para qué? Y en este punto es donde el Gobierno ha logrado transmitir signos inquietantes de no saber qué quiere ni adónde va; señales que afectan a cuestiones de política exterior e interior: las idas y venidas en el caso Pinochet, los escarceos con la justicia, el espectáculo de La Habana, el frenazo y marcha atrás en la Ley de Extranjería, el silencio ante el proceso de paz en Euskadi, la escisión latente en Cataluña. Una estable desorientación: ésa es la señal que emana últimamente del Gobierno.

La rápida propagación de un clima moral deteriorado y la percepción de que el Gobierno carece de política, o que está dividido, ha dejado perplejos a los responsables de la campaña electoral. Y como no saben qué proponer para el futuro, vuelven al pasado su mirada. Materia en la que ensañarse no falta: fondos reservados, crímenes de los GAL, corrupción, hombre G, hombre X. Entre la desorientación de unos y las cuentas por saldar de otros, el ámbito de la política se asemeja a un campo de batalla con todas las formaciones disparando sus baterías hacia atrás: nada mejor para que les salga a todos el tiro por la culata y, creyendo infligir un gran daño al enemigo, acaben malheridos en la enfermería.

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