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LA CASA POR LA VENTANA Artistas de profesión JULIO A. MÁÑEZ

En las desdichadas declaraciones de un ramillete de artistas plásticos en defensa de la ex secretaria de Joan Lerma hay algunos matices que convendría precisar para saber a qué atenernos respecto de la situación de nuestra cultura. Sospecho que ningún artista digno de ese nombre debería sentirse autorizado a descalificar la solicitud de una pregunta parlamentaria que trata de averiguar cuánto nos cuesta la propensión viajera de la esposa de Rafa Blasco y de sus acompañantes. De modo que no parece exagerado suponer que la directora general de Promoción Cultural ha sugerido las llamadas oportunas para convertir una iniciativa normal de la oposición en el ejercicio de sus funciones en un acto de adhesión inquebrantable y de desagravio a su generosa persona. Si los artistas valencianos, según todos los indicios, parecen resueltos a prosperar no ya a cuenta de los presupuestos públicos, sino del desenfadado manejo que Consuelo Ciscar podría hacer de ellos, no parece estrafalario que la oposición parlamentaria solicite información sobre el asunto, lo mismo que hace sobre el escándalo del Ivex, las cuentas de Canal 9 o los avales públicos a las iniciativas privadas en Terra Mítica, en una actitud acaso demasiado tímida en relación con las atrocidades que se cometen.Siendo incuestionable ese derecho, cuyo ejercicio parece haber puesto nervioso a más de uno, queda por explicar la rabieta dudosamente artística que se han permitido expresar los artistas del ramo, algo que se entiende con dificultad si no es desde la hipótesis de su convencimiento de merecérselo todo, incluido el derecho a vivir de nuestros impuestos. No voy a sugerir que muchos de ellos han conseguido ser conocidos más allá del barrio del Carmen gracias a su disposición a colaborar con el gobierno de Zaplana, pero sí diré que en las cosas que se han dicho brilla más el apoyo a su bienhechora que la persuasión de sus argumentos. Uno de ellos, Javier Calvo, acusa a los socialistas de "fiscalizar la cultura", cuanto tal vez no puede ignorar que se trata de poner en claro el uso institucional que su protectora hace de ella, lo que no viene a ser lo mismo. En esa exageración reside su debilidad. Otro, Ramón de Soto, comisario político de toda la vida al servicio de diversas causas sucesivas y ahora de sí mismo, manifiesta a las claras la inquietud del mafioso al creerse despectivo diciendo con su delicadeza habitual "¡Qué coño quieren con estas preguntas!", con lo que el supuesto escultor se sitúa en la línea argumentativa de Jesús Gil, mientras el autotitulado de izquierdoso Uiso Alemany se muestra "indignado" y atribuye a la envidia el episodio, ya que su actual galerista institucional "ha hecho virguerías con cuatro perras", para añadir que su vigoroso afán "es una de las pocas cosas que hace patria". Más gracia tiene José María Yturralde, quien en un improvisado arranque solidario afirma que el asunto "es un insulto al esfuerzo de los trabajadores" del Consorcio Ciscar, en alusión quizás a la dura jornada laboral de su esposa, y mayor indefensión teórica todavía revelan las palabras de un José Sanleón que manifestó, como es lógico, no entender el "sentido final" de la pregunta parlamentaria, por lo que cabe suponer que tampoco entenderá el principio.

Lo que hay detrás de todo esto no produce sino una sensación de pesadumbre intermitente. Hubo un tiempo en que los artistas, incluidos algunos de los que aparecen mencionados en este breve vadevecum de obedientes e interesados despropósitos, se jugaban algo más que la hipotética permanencia de su obra -que, por otra parte no hacían depender de los desembolsos del erario público- exigiendo en compañía de otros las condiciones precisas que habrían de posibilitar tantas preguntas parlamentarias como fueran necesarias para procurar respuestas para todos. Pero vayamos a un presente ajeno en todo a la tentación de la nostalgia. Aún dando por bueno que la relación entre el artista y el poder político haya cambiado bajo la democracia hasta el punto de propiciar una alborozada convergencia entre la notable ambición política de una buena mujer y el derecho de los artistas a la vanidad, queda por ver en qué medida ese encuentro entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa todavía no diseccionada se atiene a las férreas leyes del mercado, ya sea local o global. Para no albergar dudas sobre el auténtico alcance de sus méritos, la nada improvisada corte de honor de esta dama tan desprendida debería probar a colgar su obra en manos privadas y disfrutar de lo que honestamente saquen. El resto es, como decía el maestro Valle-Inclán, soliviantar con alicantinas.

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