El príncipe de la paz
Murió sin ganas de ganas de vivir. Hubiera preferido esperar el advenimiento -es el significado de Adviento; hoy, su primer domingo y el quinto aniversario del tránsito del cardenal Tarancón- anunciado de Jesús en este nuestro valle de lágrimas, que tener que partir él a su encuentro. Se sabía peregrino en camino hacia la patria definitiva -"que tarde, no tinc ni gens ni mica de pressa", me dijo al cumplir los ochenta-, creía que la vida no se acaba, se trasforma, pero poseía la virtud del sabio gozo de alentar. Y, eso, ya chocaba, en aquella negra España de grises horizontes. ¡Cómo no iban a quererlo llevar al paredón los oscuros aguiluchos imperiales!Con parejo placer fumaba caldo -cada ideal partido en dos y plegat como los nuestros- y episcopales puros montecristos; podría haber distinguido un langostino de Vinaròs de otro de Benicarló y no porque los devorara con asiduidad; no, lo digo como síntoma y parábola de su gran capacidad de encarnarse en el mundo y la gente, de ejercer la igualadora germanor sin renunciar a su altura espiritual y exquisitez cultural ni a la eminencia del príncipe, que, además lo era de la monarquía electiva más antigua del universo.
Este hombre de acción -ya un xiquet sense atur-, valenciano ejerciente, vitalista, dialogante, conciliador, amante de la música, la cocina y la picadura sabut, creyente como Juan XXIII, buscador de la verdad como Pablo VI, vive en su testimonio y decisivo trabajo: desmontó el nacional-catolicismo -obispos talibanes ahora lo remontan- y al impedir el clericalismo, destruyó el anticlericalismo. La transición sin él, un drama. Cualquier otro estado no mezquino hubiera distinguido con los máximos honores civiles al cardenal de la reconciliación, a príncipe de la paz, mossén Vicent, para los amigos.
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