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LA CRÓNICA El hámster JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

¿En qué momento la vida se convierte en destino? El otro día, sin ir más lejos, cuando me compré un hámster.La verdad, las mascotas de sangre caliente nunca me han dado buen resultado. De niño tuve una experiencia traumática con una ratita gris que resultó estar preñada y que arrojó al mundo una camada innumerable de vástagos de desnudez rosada: los despedazó a todos con una fruición de Medea que me marcó para siempre. Al lado de eso qué importa que el 38% de las tortugas tengan salmonelosis.

En fin, decía que me he comprado un hámster, coaccionado por el peregrino argumento de que mis niñas no pueden pasar toda su infancia entre reptiles y anfibios. Aunque yo creo que eso las prepara mejor: mamíferos, ya se van a encontrar muchos ellas solas.

Compré a Chip en una pajarería de las Ramblas. Yo quería un hámster y cualquiera me estaba bien, pero el dependiente, un avezado comerciante capaz de endosarle un caimán dispéptico y con caries a Cocodrilo Dundee, me lió. Es cierto que la oferta hamsteril era amplia: los había enormes y minúsculos, con toda una gradación de criaturas peludas y masticadoras de pipas entre ambos extremos. El ladino empleado debió ver algo especial en mí, pues me dijo: "A usted, que tiene aspecto de conocedor, le va a gustar el hámster de Roborowski". Mmmm, el exótico nombre encendió mi alma romántica: pensé en Lermontov, Miguel Strogoff, el Cantar de la hueste de Ígor -"arrojábanme grandes perlas sobre el regazo con las vacías aljabas de los infieles pechenegos"-. Roborowski, guau. Animado por mi entusiasmo, el dependiente vertió confidencialmente en mi oído como un Yago el veneno definitivo: "No todo el mundo puede tener un Roborowski". Casualmente el Roborowski costaba el doble que un hámster normal. Y desde luego un Roborowski no podía tener una jaula como todo el mundo, sino la más grande. "Desde luego", acordé, inmerso en un sueño de heroicos cosacos en el que resonaba el grito de guerra tártaro: "Saryn na kitchu!". En resumen me dejé una pasta. Ramblas arriba, acarreando como podía mi jaula, a la que sólo le faltaban las cúpulas bulbosas para parecer una catedral moscovita, tuve la oportunidad de echarle un vistazo a mi adquisición: era un bicho pequeñito e hirsuto de grandes bigotes a lo Feofar Khan. Él me miró a la vez con sus grandes ojos negros y escupió una cáscara de pipa con desprecio. Aristócratas, bah; ya le metería yo en vereda al tal Roborowski. Llegados a casa, el hámster conquistó en seguida el corazón de mis hijas, aunque desde el principio mostró una inquietante propensión a morder. Sobre todo a mí. Las niñas pactaron rápido con él un tratado de no agresión basado esencialmente en dejarle en paz. Pero yo, obsesionado con la biografía del domador Clyde Beatty, insistí en domesticarlo. Resultó una ventaja que tuvieramos el mismo horario: yo llegaba por la noche, que era su momento de actividad, nos estudiábamos mutuamente a través de las rejas y él corría a la noria, a practicar su especial concepto de fitness. Me consagré al estudio de la biología y el comportamiento de los hámsters como una manera de acceder a la personalidad de Chip -yo sugerí los nombres de Pechorin, Stavroguin y Ogareff, pero no colaron-, para mejor dominarla. Me enteré de que las jaulas redondas vuelven loco a un hámster, que las hembras están en celo cada cuatro días y que la tradición del ratoncito Pérez se basa en la magia simpática -si un ratón roe el diente de un niño los nuevos de éste se harán tan fuertes como los del roedor- y es tan universal que Frazer la documentó hasta en la isla de Raratonga.

Sobre todo, descubrí que el hámster enano de Roborowski (Phodopus roborovskii) es originario de Mongolia y no resulta muy adecuado como mascota dado que es difícil de coger y a menudo muerde (el subrayado es mío). Me tenía que haber comprado un hámster de Zungaria, que a su estupendo nombre de película de espadachines suma la interesante particularidad de tener una vida muy breve.

Saqué a colación el tema del hámster, acodado en la barra del bar de una gasolinera junto al colegio de mis hijas donde desayuno cada mañana en compañía de otros padres que a esa hora lucen un aspecto tan desdichado como el mío. Para mi sorpresa, todo el mundo tenía una historia hamsteril que contar, y siempre con tintes dramáticos. "En casa compramos dos y se pusieron a criar y a criar", evocó Begoña conjurando imágenes de Hamelin; "no sabíamos cómo limitar el crecimiento exponencial y tuvimos que llevarlos a un sexador de hámsters", añadió. "El mejor hámster es el muerto", masculló otra madre, opinión que fue acogida con murmullos aprobatorios. "Pues yo, un hámster, en su rueda, lo encuentro muy... existencial", apuntó un padre que pugnaba por el último donut. Aquella noche, ante la jaula de Chip, la frase se abrió paso en mi cerebro. Observé al hámster bajo una nueva luz sartriana y recordé la mitológica tortura de Ixión, condenado a girar y girar en el Tártaro toda la eternidad atado a una rueda de fuego. "No hay destino que no se venza con el desprecio", le espeté a mi roedor, para fastidiarlo. Al cogerlo me mordió más fuerte. Compartimos muchas noches: él corriendo hacia la nada y yo releyendo a Camus. Nuestra relación no prosperaba, pero yo me sentía cada vez más absurdo. Y el ruido insidioso de la rueda roía mi espíritu hasta la médula, arrojándome a los arrecifes de la madrugada en una marea de insomnio y náusea. Entonces se me ocurrió una idea diabólica. Una mañana arrebaté a Chip de su nido, regresé a donde el vendedor y le conminé a canjearme mi hámster por otro de la misma especie, aduciendo incompatibilidad de caracteres. Accedió con una sonrisa cruel. Introduje al nuevo roedor en la jaula. Nadie se ha dado cuenta: ¡toma existencialismo, Chip!

Pero el nuevo hámster tiene la misma mirada hosca del anterior. Y gira exactamente igual en la rueda. Y yo en cambio me observó en el espejo

y me noto, no sé... otro; angustiosamente diferente.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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