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Ciudad enrejada

MANUEL PERIS

La alcaldesa de Valencia es señora de muchos ringorrangos y garambainas. La afición de Rita Barberá a ponerle lazos a los repollos de la ciudad no conoce límites. Su proverbial horror al vacío le llevó a abarrotar las calles de cachivaches publicitarios, quioscos con pretensiones, farolas decimonónicas, emperifollados maceteros, babilónicas jardineras colgantes y demás pamplinas. Después puso entre col y col lechuga; de forma que algunos alcorques de las calles de más tronío los llenó de flores de temporada y otros los empedró en plan finolis. Ahora dedica las exhaustas arcas municipales a rodear jardines y jardincillos de rejas y barrotes.

Dense un paseo y miren. Son unas verjas calamitosas, una pena de reclusión con las que son castigadas las plantas, condenadas a la reja carcelaria por la gobernanta municipal. Son rejas a la vez ridículas e hiperbólicas, que extienden su desmesura sobreponiéndose al seto de boj o a la cerca de cipreses. Son, además, rejas mal hechas, no fundidas las unas con las otras, sino burdamente atornilladas. Al punto que la víspera del paseo inaugural que se dio la alcaldesa, fitifí-fitifoi, por los afrancesados jardines del Palau de la Música, tuvieron que repintar las oxidadas tuercas y los herrumbrosos tornillos.

Hace muchos años, en otro paseo, creo que fue por una escollera, Eugenio D"Ors observó que basta mirar lo que sea con atención para que se vuelva interesante. Algo que conocen bien los artistas, capaces de hacer de un mebrillo, o del rostro de una princesa boba, una obra de arte. Es evidente que Rita Barberá no presta mucha atención a lo que ve, y que no ha mirado lo que queda de las artes aplicadas que se utilizaron en los bellos edificios modernistas del ensanche de la ciudad, la hermosa y variada rejería de muchas ventanas, barandales, balcones y algún mirador de forja.

Trini Simó, una de las personas que mejor sabe mirar esta ciudad, dio toda una lección de urbanismo al explicar en uno de sus libros la función de la pequeña verja de diseño geométrico, que a partir de círculos va formando una cenefa que rodea la plaza de Alfonso el Magnánimo. Allí, la verja sirve de respaldo a un largo banco que recorre todo El Parterre en la parte que no recae al jardín, consiguiendo así, decía, ampliar perspicazmente su espacio y ofreciendo al ciudadano de paso un momento de descanso. Lejos de ser una reja que encierra el jardín es una verja que abre su espacio y acoge al paseante o al mendigo.

No se trata, ni mucho menos, de defender el pasado sin más. Y al igual que la sabia verja del Parterre, de alguna manera, podría servir también de ejemplo la solución arquitectónica adoptada en la estación de Metro de Colón con los balcones, protegidos con cables de acero, sobre las ruinas de la plaza de los Pinazo.

Al contrario, se trata de liberarse de tantas burdas imitaciones falsamente históricas como son estas bárbaras y folclóricas rejas.

Desde la distancia de uno de sus seudónimos, el propio Eugenio D"Ors, un pensador nada sospechoso de izquierdismo, dijo que en España lo más revolucionario que se puede hacer es tener buen gusto. Mutatis mutandi la lapidaria de D"Ors, aquí, en la Valencia de Barberá, sabemos que el mal gusto es abismalmente reaccionario.

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