Intermedio en Jauja
Incluso los más avezados vecinos de este enclave, relativamente moderno, donde los residentes superan ampliamente a los nativos, se siguen armando un lío con el callejero, que despliega aquí un tardío e interesado homenaje a las repúblicas hermanas de Ultramar, hijas, según la terminología al uso en aquellos años "desarrollistas" en los que fue edificado el barrio, de la Madre Patria, entelequia, más retórica que pragmática, primorosamente cultivada por los turiferarios del franquismo.Las plazas del Perú, del Ecuador y de la República Dominicana se parecen tanto entre sí como las calles y bocacalles aledañas de Uruguay, Nicaragua, Colombia, Potosí, Bolivia o Puerto Rico, desafío frecuente para taxistas o profesionales de la entrega domiciliaria.
En el ocioso capítulo de las rivalidades y las honrillas, cabe todo tipo de agravios comparativos, La Habana tiene un paseo que no tiene Cuba y la plaza de la República Argentina una fuente, con chorritos y delfines, que sus hermanas no poseen.
Ahondando en la herida, puede que la plaza del Perú se sienta marginada, disminuida frente a su provincial de Cuzco, que se beneficia de una privilegiada ubicación en el último tramo del paseo de la Castellana, antes llamado del Generalísimo, y goza de la justa aunque ingrata fama que le presta el imponente, en la más pura acepción del término, edificio del Ministerio de Economía y Hacienda.
La plaza del Perú se salva de la anomia que confunde el entorno, porque marca el límite del barrio de Hispano-América, apéndice de Chamartín de la Rosa que atraviesa como arteria principal Príncipe de Vergara, antes prolongación del improrrogable General Mola.
La toponimia americana deja paso en esta encrucijada peruana a dos personajes tan eminentes como polémicos del siglo XX, ordinalmente consecutivos y defensores de un mismo orden de cosas, Pío XII y Alfonso XIII, o viceversa, según la cronología, pontífice romano y monarca hispano exiliado en Roma, que vuelven a encontrarse por un azar del callejero.
El toque peruano de la plaza del Perú lo ponen los relieves cerámicos de la fachada del polideportivo municipal, una fantasía postincaica, exótica y geométrica, que induce al equívoco. Estas alegrías y alegorías ornamentales no parecen propias de un edificio público, ni hay nada en ellas que sugiera su funcionalidad para el deporte, pero su insólito camuflaje no engaña a los vecinos, que concurren masivamente a sus instalaciones.
El barrio, sub-barrio de Hispano-América, se corta abruptamente por la mitad de la plaza. Los chaflanes de Príncipe de Vergara, miméticos y simétricos a los de las glorietas anteriores, con sus bloques compactos y uniformes, se enfrentan con un paisaje menos estructurado, más horizontal, que en la acera de los impares bordea una zona residencial, una plácida colonia de coquetos hotelitos periféricos transformada en casi céntrica y privilegiada urbanización de chalés de mucho o de mediano lujo alojados en calles estrechas y recoletas sin comercio ni bullicio.
El comercio y el bullicio se concentran en la acera opuesta. El singular polideportivo, más discreto de altura que de catadura, se abre en ambos costados a dos presuntas zonas verdes. Al sur existe un exiguo parque protegido por una verja desproporcionada que frecuentan los paseantes de perros, un clan cada vez más unido y cerrado desde que los medios de comunicación decidieron transgredir uno de los axiomas más viejos y difundidos de la profesión periodística que reza: "No es noticia que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro". Por no hablar del que aconseja no hinchar el perro, sino exprimir el limón.
El parque norte, más amplio y sin vallar, es frecuentado los fines de semana por una tropa adolescente y bullidora que se concentra al caer la noche para dar cuenta de sus provisiones alcohólicas lejos de la mirada y la censura de sus mayores, mucho más discretos y selectivos a la hora de alcoholizarse.
Aunque, como ya se dijo, éste es un barrio residencial y en consecuencia bastante pijo, la tribu autóctona que mezcla sus mejunjes alcohólicos se parece mucho a sus hermanas de bebercio en otros barrios de menos standing, homologadas por los mismos gustos y las mismas marcas.
Iluminados por las luces de un hipermercado que centra la vida comercial del barrio, las pandillas juveniles usan los bancos de piedra como improvisados mostradores donde depositan sus existencias de combustible para explotar una noche más en este parque entre charcos, grafitos, zanjas y montículos de arena dejados por una obra interminable, y luego comienzan a esparcir a su alrededor los primeros detritus no reciclables de su fiesta.
Por fin ya es viernes y quedan pocos minutos para las diez de la noche, hora en la que echan el cierre al centro comercial. Mientras los hijos se aprovisionan de las últimas botellas, sus padres cargan los carritos con la compra de la semana. A veces se cruzan en la plaza de estacionamiento y fingen ignorarse o disimulan para no ser vistos. Padres e hijos tienen hoy la noche libre y no quieren entorpecerse en sus respectivas rutinas festivas.
El hipermercado es una enorme nave rectangular dividida por murallas de estanterías abarrotadas por un abigarrado y multicolor surtido de productos venales. Jauja, Babilonia, cuerno de la abundancia que derrama sus bienes de consumo sobre la feliz parroquia, cuyo estado de ánimo irá cambiando a medida que se vayan acercando a la aduana para pagar por sus excesos consumistas. En un burger contiguo, aditamento imprescindible de las grandes superficies comerciales, los voraces cachorros de la camada trasiegan comida rápida a toda velocidad entre salpicaduras de ketchup.
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