Cinco cuadros de Pedro Goiriena
JOSÉ LUIS MERINO
La exposición de Pedro Goiriena en la bilbaína galería La Brocha (Conde Mirasol, l), debería convertirse en una llamada seria de atención para el propio artista. Las cualidades atesoradas en los cinco cuadros de gran formato mostrados ponen de manifiesto su valía como creador. Al ahondar en su análisis, es como si dejara en evidencia el trashumante discurrir por la vida de su autor. Vida que parte de un jovencísimo Pedro Goiriena especialmente dotado para la pintura. Esas esperanzas se vieron truncadas por épocas en las que dejó de pintar, más el añadido de unos cuantos años dedicados al teatro. Luego, de nuevo entra en el oficio de pintor y prueba la aventura estadounidense, con contactos de venta de sus obras; algo así como venta ambulante del arte con mando a distancia.
En lo personal, Pedro Goiriena puede aducir que los tres divorcios en los que se ha visto inmerso a lo largo de su existencia no le dejaron desarrollar lo que lleva dentro. Ajenos a dar gusto al consultorio sentimental de las personas, la atención se centra en lo que el artista ha dejado para contemplación de todos en La Brocha.
Es obligado advertir de que la inclusión de unas cuantas obras con unas telas ondeantes a la manera de collages, junto a esos cinco cuadros tan logrados, no hacen sino despistar a quienes no sean demasiado entendidos en las cosas del arte plástico. Es verdad que la probatura de destensar una tela y de incoporarla a un lienzo es un acto válido en arte. La libertad es el santo y seña de todo arte auténtico. Pero el hecho de repetir esa probatura invalida la causa inicial. En la exposición hay demasiadas obras con ese juego ondulante, aunque en ellas aparezcan signos, trazos, formas larvadas de su mundo personal.
Otro punto perjudicial para el conjunto de la exposición lo encontramos en la manera de montarla. Hay un agobiante número de obras. Se chocan entre ellas. Se palpa un caos visual. Además, en una pared se muestra un racimo de obras de pequeño formato que poseen otra factura. Son obras donde lo matérico prima sobre lo demás. Esas obritas llevan todas ellas una capa blancuzca, cuya función primordial es ocultar misterizantemente los valores expresivos de la materia.
Pues bien, pese a los aspectos negativos descritos, en nada favorecedores a la hora de enjuiciar la labor de este artista, en esta exposición concreta, esos cinco cuadros son suficientes en sí mismos para otorgar cumplido crédito a su autor.
En esos cuadros se vive una lección de pintura. Con formas muy sencillas, y pocos elementos como sustento, el artista va creando mundos plásticos de gran armonía y calidad. Cada cuadro parece empezar y terminar sin relación con los otros. Sin embargo, la relación existe a través de la misma austeridad con que se plantea su creador a la hora de elaborar otra obra, y luego otra y otra y otra. Junto a esto, la mayoría de esas obras tienen el denominador común de tres bandas -llámense franjas-, lo mismo en posiciones horizontales, unas veces, como verticales, otras veces. En realidad, las bandas son las que permiten los juegos espaciales de los trazos, los gestos, incluso los chorretones transformados en formas orgánicas vivas. Dicho de otro modo, lo que mueve a esos espacios son las formas sueltas pululantes por los cuadros. Son formas sueltas con un denominador común, como es su carácter larval.
Sobre las formas larvadas, aunque se trate de un simple trazo, construye Goiriena su mundo plástico. Luego entrará en juego la manera de componer cada cuadro: el quitar aquí, superponer allá, más la técnica de las veladuras, la elección de las formas, su entrecruzamiento, la alquimia -digamos- imprescindible al quehacer plástico, junto a todo lo demás que este artista ha insuflado para conseguir la potencia que habita en esos cinco cuadros.
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