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Tribuna
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Corrupción y crimen

Creámonos por un momento que las autoridades rusas dicen la verdad cuando afirman tener pruebas -que nos ocultan- de que grupos terroristas chechenos son realmente los responsables de la oleada de atentados con bomba que tantos muertos y desolación causaron hace dos meses en Moscú y ciudades rusas cercanas al Cáucaso. Olvidemos también por un instante las informaciones que hablan de un encontronazo entre policías y miembros de los servicios secretos (SFB) cuando estos últimos fueron sorprendidos colocando explosivos en un sótano en Moscú y explicaron que estaban poniendo a prueba el nivel de alerta por parte de la población. Incluso haciendo estos ejercicios de ingenuidad y amnesia, resulta absurda y desproporcionada la campaña militar lanzada hace cuatro semanas por Moscú contra Chechenia y que ya es una masiva operación de castigo indiscriminado contra un pueblo.Arrasando ciudades no se combate el terrorismo. Por el contrario, se forjan nuevas generaciones de militantes del odio incondicional a Rusia. Moscú sabe que la única forma de imponer por la fuerza el control ruso en toda Chechenia sería la deportación masiva de la población a alguna región remota de Rusia, a la antigua usanza. Si no se atreve a recurrir a métodos clásicos del estalinismo más brutal, Rusia nunca dominará la región plenamente. Sus tropas podrán controlar las carreteras principales, nudos de comunicación y ciudades, pero siempre estarán en territorio enemigo. Siempre en guardia, no podrán hacer allí vida civil y sus fuerzas sufrirán un permanente goteo de bajas.

Pero además de una venganza inmoral y un drama humano, además de crimen y error político y militar, la guerra de Chechenia amenaza ya con convertirse en la gran quiebra de la joven democracia rusa como la invasión y la ocupación frustrada de Afganistán lo fue para el régimen soviético. Aunque cueste alcanzar ciertas cotas de cinismo en el análisis, lo cierto es que la descomposición moral del escenario ruso lo hace recomendable. Los atentados terroristas fueron causa o pretexto para comenzar esta campaña, lanzar al escenario político al primer ministro, Vladímir Putin, y concentrar a la opinión pública en la movilización contra el odiado checheno. Así la población pregunta menos por las tarjetas de crédito de la familia Yeltsin, por las redes político mafiosas que se disputan o reparten los créditos del Fondo Monetario Internacional y los monopolios regionales de bienes de primera necesidad.

La corrupción necesitaba un estado de excepción para evitar ser fiscalizado y para compensar con escenarios de poder militar la humillación cotidiana a que tiene sometida a la población rusa. En ausencia de grandes retos ideológicos, la gran amenaza para la democracia en todo el mundo es, sin duda, la corrupción. Rusia está ofreciendo un ejemplo de manual de cómo la depravación moral en el seno de las instituciones y clases dirigentes lleva al Estado a convertirse en un castigo para sus propias poblaciones y una amenaza para los vecinos. No sólo para los chechenos. Las amenazas cada vez menos veladas a Estados del Cáucaso como Georgia por su supuesta connivencia con "los terroristas" demuestran una renovada agresividad hacia el exterior que debiera tomarse más en serio, también en Occidente. Desestabilizar países como Armenia, Azerbaiyán o Georgia no es una tarea difícil y es una tentación siempre presente, más aún cuando Rusia sufre continuos reveses en su legítima lucha por parte del gran pastel petrolífero del mar Caspio.

Grandes objetivos estratégicos nacionales y mezquinos intereses políticos y mafiosos forman una constelación cada vez más inquietante en la región. La cumbre de Estambul de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) que se celebra la próxima semana es un buen foro para activar una política que haga ver a Rusia que su corrupción interna es ya un problema de seguridad internacional. Por tanto, deja de ser una cuestión interna, como tampoco lo es la muerte gratuita de miles de civiles.

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