Ignorancia judicial y abuso sexual
Muy probablemente, a diario se producen docenas de decisiones judiciales que están basadas en la correcta aplicación del derecho y en el buen uso del sentido común por parte de los jueces que las adoptan. Sin embargo, con más frecuencia de la deseable, la opinión pública se ve sacudida por decisiones judiciales en las que el derecho se aplica torcidamente (como en algún ejemplo reciente en la Audiencia Nacional) o en las que las más elementales indicaciones del sentido común brillan por su ausencia (aquella falta de ensañamiento apreciada por un juez en un individuo que asestó docenas de cuchilladas a una mujer). Pero al lado de las decisiones judiciales correctas, de las prevaricadoras y de las insensatas, parece necesario identificar aún otro grupo: el de las basadas en la ignorancia.Recientemente, un tribunal que considera probados los abusos sexuales de un padre sobre su hijo de cuatro años, ha pedido que se indulte al agresor, sosteniendo cosas como su conducta intachable a juicio de quienes le conocen, o como que goza del cariño de su esposa e hijo, o como que el hijo nunca llegó a acusar directamente al padre. Unos días después, otro juez considera que una niña de 11 años confundía los abusos sexuales de su padre con la conducta normal entre padres e hijos, así como que carecía de discernimiento para saber lo que estaba ocurriendo en una relación que incluía también violaciones y otras formas de abuso sexual. Sin duda alguna, lo que se esconde detrás de estas decisiones es, como mínimo, una profunda ignorancia de lo que es el abuso sexual, de su desarrollo, de sus circunstancias y consecuencias.
De todos los tipos de maltrato infantil, el abuso sexual es probablemente la forma más enrevesada e intrigante. A propósito de este tipo de maltrato existe toda una serie de estereotipos, todos ellos igualmente falsos. Así, suele creerse que se trata de una forma de abuso muy infrecuente, cuando los estudios del profesor Félix López han mostrado que como mínimo en torno a un 20% de españoles mayores de edad recibieron esta forma de maltrato antes de los 16 años; suele creerse que el abuso se comete por parte de personas desconocidas y en lugares públicos (parques, descampados...), cuando la realidad es que casi siempre son cometidos por personas del entorno del niño (muy frecuentemente, el padre o un familiar o vecino con contacto habitual con la familia) y en lugares familiares (típicamente, en la habitación de al lado); suele creerse que el abusador es una persona con signos de trastornos y desviaciones, cuando la realidad es que los abusadores sexuales llaman la atención por ser personas consideradas por todos perfectamente normales, cuando no ejemplares; suele pensarse que las víctimas de abuso son chicas adolescentes, cuando la realidad es que la mayor incidencia se da sobre niños y niñas más pequeños; suele pensarse que los abusos son conductas aisladas, cuando se trata de hechos reiterados; suele creerse que el abuso sexual está ligado a situaciones de marginación y pobreza, cuando la realidad es que ésta es la más "democrática" de todas las formas de maltrato, la más homogéneamente repartida entre todas las capas sociales.
Antes de ocurrir las vejaciones que en cada caso se produzcan (las violaciones no son las más frecuentes, aunque son quizá las más sencillas de diagnosticar), el agresor sexual ha tenido que urdir una trama de silencio y complicidad en su entorno y, muy particularmente, sobre la víctima. El agresor sexual selecciona cuidadosamente a su víctima, que debe ser lo más desvalida posible, con un yo débil, sea por la edad o por rasgo de personalidad. Hace creer a esa víctima que las cosas que con ella hace son un juego, o que son formas especiales en que los padres expresan el cariño a sus hijos. Con chantajes y amenazas, el abusador se garantiza el silencio de la víctima, a quien hace ver que los demás no le creerían si desvelara lo que ocurre entre ellos, que el abusador se suicidaría o iría a la cárcel, o que la familia se rompería. Sólo cuando el abusador está convencido de lo único que en realidad le preocupa (el silencio de la víctima y la viabilidad de los abusos), las conductas abusivas empiezan a ocurrir de manera sistemática, continuada e in crescendo.
La debilidad de quien recibe la agresión sexual en estas circunstancias se incrementa por una serie de razones: el abusador es para la víctima una fuente de afecto importante, y frecuentemente la única de que dispone o la más importante (una de las tragedias más radicales del abusado es que quien más daño le está haciendo es, paradójica y simultáneamente, quien más afecto le está expresando, lo que genera una ambivalencia emocional insoportable que en parte explica el silencio de la víctima); a medida que los abusos se van sucediendo, la víctima se siente crecientemente culpable (entre otras cosas, porque el abusador se encarga de alimentar ese sentimiento); puesto que los abusos sexuales más frecuentes (caricias, masturbaciones, felaciones...) no dejan secuelas físicas, la víctima carece de pruebas y de credibilidad social.
Una de las claves del abuso sexual es, por tanto, el secreto. De él son con mucha frecuencia cómplices quienes rodean al menor que está siendo abusado, pues no quieren ver lo que probablemente está haciéndose manifiesto en la conducta del niño o de la niña (aislamiento creciente, terrores nocturnos, trastornos psicofisiológicos, temor a quedarse solo con el agresor, señales físicas del abuso...). Si quien abusa es el padre, frecuentemente cuenta con la ceguera cómplice de una mujer sumisa, con una personalidad tan débil como la de la víctima, a veces objeto de abusos ella misma, en el presente o en el pasado. Si llega el caso, una vez que todo se ha desvelado y que empiezan a complicarse las cosas para el abusador y la familia, la víctima, sometida además a interrogatorios tan frecuentes como insensibles, puede llegar a retractarse y manifestar que el abuso nunca existió.
Tal vez por ignorancia, las decisiones judiciales que nos han escandalizado en los últimos días forman parte de la complicidad social contra las víctimas de los abusos sexuales. Los abusos han sido probados (aunque, naturalmente, no reconocidos por el abusador, de tan intachable conducta), pero el manto del silencio y el perdón deben ocultarlos.
Nadie se acordará de la víctima y de las terribles secuelas psicológicas que el abuso le acarreará. Equivocadamente, todos supondrán que, después del oprobio sufrido, el abusador se convertirá en un padre ejemplar. Otro debate distinto es qué debe hacerse con los reos de abuso sexual.
Como primera medida, deben ser alejados de la víctima, en lugar de victimizar a ésta doblemente separándola de su entorno familiar; mientras, la víctima necesita ayuda psicológica urgente y prolongada. Que los abusadores deban ir a la cárcel figura con suficiente claridad en el Código Penal. Que también necesiten ayuda psicológica es bastante evidente, porque el abusador es una persona enferma y desgraciada, tan sumamente desgraciada que resuelve sus problemas cometiendo abusos sexuales con alguien tan querido como indefenso. Pero éste es un debate diferente, aunque quizá demasiado complejo para algunas mentes judiciales que demuestran tan profunda ignorancia de los temas sobre los que juzgan y deciden.
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