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Aeropuerto 99

He mantenido que cualquier viaje de media y larga duración comienza cuando franqueamos el portal de nuestro domicilio, camino del aeropuerto, la estación de ferrocarril, de autobuses, o nos introducimos en el automóvil para afrontar la carretera. El tiempo transcurrido entre ese momento y el de llegada al punto de destino, hotel, domicilio, apartamento alquilado o cita de negocios -o amorosa, que todo es posible- hay que considerarlo dentro del cómputo total del viaje. Especialmente al utilizar la vía aérea nos imponen, de matute, entre dos y cuatro horas suplementarias, que pueden ser más, en vuelos transoceánicos. Admitir que el viaje a París lleve dos horas y a México once, por ejemplo, hay que inscribirlo en la dosis de mentecatez y credulidad asignable al ser humano.Escogido ese medio, los madrileños no tenemos, por ahora, otra opción que pasar por Barajas. Recónditos y misteriosos motivos proscriben el uso racional de las pistas de Torrejón de Ardoz y maravilla la inane polémica sobre la necesidad de un segundo y carísimo aeropuerto, cuando ya lo tenemos; yo mismo aterricé allí, con Aviaco, procedente de San Sebastián. Los viajeros experimentados padecen la repulsión y el rechazo ante los tediosos trámites posteriores a la adquisición del billete: verificación y facturación del equipaje, si se lleva, y el albur de ser colocado en lugares incómodos, que abundan en los aviones, tanto o más que las columnas en los teatros de la ópera. Eso puede ser previsto, retirando la tarjeta de embarque la víspera y solicitando la fila y el asiento deseado, asunto de importancia en recorridos largos.

A efectos de economía temporal es como tener un tío en Alcalá. Nos lo avisan: "Vayan, por lo menos, un par de horas antes , porque suele haber mucha gente en el aeropuerto". Una advertencia llena de clarividencia y sabiduría, porque la enrevesada y caótica disposición operativa produce, permanentemente, en la zona internacional, enormes aglomeraciones ante los insuficientes mostradores disponibles. Mejor dicho, quizá los mostradores sean bastantes, pero están servidos apenas por la mitad del personal indispensable. En la misma cola se atiende al emigrante que regresa a Ginebra y a la pareja de novios que parte para la isla de Bali; el negociante con una cita en Francfort y la familia que vuelve a Buenos Aires. Por no se sabe qué hondos remordimientos, ya no se obliga a pagar el exceso de equipaje, lo que dilataría las demoras pudiendo desembocar en el motín. Con la tarjeta de embarque en el bolsillo no hemos ahorrado un solo segundo, aunque sea valiosa la previsión de reservar la plaza que, por ineluctables contingencias, puede ser birlada, a causa de ese raro fenómeno llamado overbooking, que parece el nombre de un chalet adosado, en Nueva Zelanda. Las previsiones no han sido ociosas. Ante la puerta de salida se arremolinan los 400 pasajeros que caben en un jumbo y, junto al último control, vemos agazapados a los que tienen billete, pero no asiento y confían -con razonables esperanzas- que alguien se haya entretenido en la cafetería o en las free shops, que son esos comercios donde las cosas cuestan prácticamente lo mismo que en la tienda o en la perfumería donde nos hacen un pequeño descuento. O los desdichados que, simplemente, se han extraviado, no entienden los paneles informativos ni comprenden el gangoso mensaje de la megafonía.

Debe de ser muy complicada y dificultosa la gerencia y organización de un espacio tan complejo y heterogéneo como el aeropuerto de Barajas, del que sólo vemos las incomodidades que nos afectan. Contemplando aquel mare magnum recuerdo las modestas instalaciones de mis tiempos juveniles: poco más que un barracón, con una elemental cafetería -donde ingerían, con toda seriedad, un zumo de naranja los pilotos que la noche anterior habían agarrado una buena pítima- y escasos pasajeros: catalanes dedicados al import-export, alguna amante clandestina de cualquiera de ellos, curas, monjas y militares. ¡Ah! He leído que Iberia celebra sus 72 años de existencia. Juraría que en aquellas fechas sólo existía LAPE (Líneas Aéreas Postales Españolas), pero quizá tenga la coquetería de añadirse años.

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