Aterrizaje imperfecto
"¡Señora, no fume!", le dijo visiblemente nervioso el conductor a una mujer que se dirigía a pie hacia el autobús. "¿Pero usted de dónde ha salido? ¿No se da cuenta de que hemos estado a punto de morir?", respondió desafiante ella. Necesitaba el cigarrillo. Hacía sólo unos minutos que los tripulantes de la aeronave de Air Dolomiti, vuelo 2708 procedente de Venecia, habían descendido por la rampa de emergencia. Habían sido los últimos, como marcan las reglas. Todos estábamos ilesos, excepto el avión, que mostraba su ala herida a los bomberos que con todo cuidado la cubrían con espuma. No fuera cosa que estallara. El vuelo propiamente dicho había ido bien. Tranquilo, sin problemas. Ni siquiera las anunciadas turbulencias sobrevolando Génova. Incluso la comida había sido correcta y el vino espumoso italiano reconfortante. En Barcelona hacía un tiempo espléndido.
Al iniciar el aterrizaje, el avión dio algunos saltitos, tal vez algo más fuertes de lo habitual, pero no preocupantes. Después, aún a gran velocidad, empezó a botar y luego a dar bandazos a uno y otro lado de la pista. Estaba claro que pasaba algo. Los que estaban en el lado derecho lo veían. Se había roto un ala y el avión rodaba escorado. Los de la izquierda sólo podíamos intuirlo. El avión parecía un coche cuando derrapa y uno no sabe si va a conseguir dominarlo o acabará estampado contra un árbol. Allí lo que se temía era que se partiera, se incendiara o algo igualmente siniestro. Los pasajeros, asustados pero sin muestras de pánico -ni un solo grito-, nos manteníamos con el alma en vilo, pendientes de la pericia del piloto, que, efectivamente, consiguió dominar el aparato. Después, ya en la terminal, alguien dijo que había faltado un aplauso, pero en aquel momento no había capacidad de reacción para tanto.
En la pista, una vez que el comandante logró parar el avión, no hubo desbandada ni empujones. Primero una azafata dijo que bajáramos, después que permaneciéramos sentados y acto seguido que bajáramos dejando todas nuestras pertenencias. A muchos les dio tiempo de cogerlas y el descenso se produjo en perfecto orden, casi en silencio, en fila india, de uno en uno, recuperando la práctica infantil de bajar por el tobogán. Ya en tierra firme, cruce de miradas de incredulidad o de susto.
Dos coches de bomberos comenzaban a trabajar y a lanzar la espuma protectora. Un autobús nos esperaba a unos cien metros y al poco llegaron dos responsables del servicio médico para saber si había algún herido. Sólo una señora se quejaba de dolor en una mano. Por lo visto, a causa de la tensión al agarrarse durante el aterrizaje. Los demás, ni un solo shock nervioso.
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