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LA CASA POR LA VENTANA Los etruscos tenían razón JULIO A. MÁÑEZ

Lo malo del mestizaje es que por lo común atraviesa periodos de claro predominio de unas tendencias sobre otras, dentro de la amalgama que lo acoge, de manera que si escucho la radio lo que oigo en mi fuero interno, de tan mala acústica, es una especie de túrmix según el cual la música ligera -toda está en trance de serlo- será salsera o no será, así que hasta Santiago Auserón estropea a conciencia a favor de la moda caribeña las espléndidas canciones de Radio Futura de los últimos ochenta. Y eso cuando no les da por lo surafricano, porque entonces tenemos unos grandes percusionistas de origen sin voz occidental capaz de darles réplica. A ver si entre los cambios vaticinados para el próximo fin de año figura la opción por otra moda que deje de pringarnos con tanta salsa acumulada. Es un problema ajeno a la firme actitud ética de quienes, a falta de algo mejor, se mantienen fieles por siempre más al servicio de este pueblo, de manera que Raimon o Paco Munyoz siguen, impertérritos, dándole a su guitarreta, como si la música, ligera o plomo, ni se hubiera inventado antes de que ellos la frecuentaran ni, dentro de lo poco remediable del asunto, hubiera evolucionado lo más mínimo desde entonces. Claro que esa constancia es de agradecer frente a esos mestizos de aluvión que se atreven a versionear -¡y a realizar giras, encima!- a Kurt Weil, así que si alguna vez hubo algo con Ana Belén y Miguel Ríos, hace tanto tiempo de eso que apenas si lo recordamos. Ellos, tampoco.Y lo malo también del mestizaje artístico es que ya casi nadie se atreve a crear alguna cosa de tipo personal, ese sello inconfundible del artista con empeño, convertido ahora en simple mueca de reconocimiento, que es lo único que aportaba algún interés a las infinitas variaciones sobre la media docena de asuntos que constituyen desde siempre el material de partida del entretenimiento estético. Se ve muy claramente en lo que los guionistas de la tele entienden como línea de ficción, con productos añejos que van desde el temible Nacho de Médico de familia (que ha hecho un cursillo en Los Ángeles, y ni siquiera se le nota) hasta los atormentados personajes de mediodía de la cadena catalana, donde el carácter estúpidamente clónico de los asuntos, de los argumentos y de los personajes está usurpando -poco a poco, pero con una atroz seguridad- el lugar del mestizaje hasta alcanzar ese punto de confluencia genérica destinado a liquidar por innecesario el mando a distancia. Y también en los plásticos. Desde Rauschenberg o Pistoleto hay una trivialización serializada del pop que parecía alcanzar su cénit en Andy Warhol, hasta que en este final de siglo asistimos a las inmisericordes muestras de sus epígonos, expuestas muchas veces en las mismas salas que albergaron, o albergarán, a los maestros, porque todavía es mayor el número de artistazos con obra que el espacio de los salones museísticos, situación que el Consell se dispone a remediar cuanto antes, armado de su poderoso brazo armado en el frente cultural, más sembrado que Piojo López cuando juega contra el Barça. Tierra baldía.

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Qué otra cosa que un sombrío mestizaje es lo que se propone Lluís Fernández en la Mostra del cine de Valencia, haciendo coexistir productos de aluvión con grandes estrellas foráneas y algo pasadas de peso, sin otro horizonte que el de la supervivencia, donde, como nunca pierde por mucho, no hay manera de que revise su proyecto. De literatura ni les hablo. Poesía poética y prosa de quienes, como el personaje de Molière, hablan en prosa sin saberlo. Del cine valenciano nada diré, pues que no existe después de tantos años, y del teatro podría preguntar ingenuamente dónde, entre nuestros directores, está la sabiduría de Mario Gas cuando en Top dogs convierte lo que se perfila como monólogo de su octavo pesonaje en un leve paseo mudo por el patio de butacas a los sones de una armónica, en lo que viene a ser el minuto más brillante de la escena en mucho tiempo. Y si molesta lo que digo, que se agradezca lo que dejo de decir. Como decía Julio Cerón de la muerte de Franco, sorprendió mucho porque no había costumbre. Lo dije aquí hace unas semanas: pronto no habrá más sociedad para los políticos que la representada por los venerables humores y demandas de los pensionistas. Pero mientras llega ese momento, podríamos sugerir a creativos e intelectuales, cineastas, musiqueros y otras fuerzas vivas de nuestra agónica cultura, que no es preciso apresurarse a cumplir tan funesta hipótesis de futuro inserso como si fuera ya realidad consumada.

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