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Un piano por amor

En la calle de Bailén esquina a la de Mayor hay una tienda de instrumentos musicales con un enorme escaparate. Lleva ahí muchos años, siempre desde que yo recuerdo, desde que era pequeña y no me gustaba porque la identificaba con las flautas dulces y chirriantes del colegio o con misteriosas referencias familiares que se condensaban en la tapa siempre cerrada sobre las teclas de un piano prohibido y arrumbado en el fondo de mi casa.A través de los años he ido manteniendo una constante relación con ese enorme escaparate musical. En la adolescencia, cuando las flautas dulces del colegio habían dejado de chirriar para siempre y el piano de mi casa había dejado de ser un misterioso referente para convertirse en una oscura presencia inevitable cuyo dolor yo trataba de ignorar, pasaba por delante de aquella esquina, acristalada de sonidos a la espera, y apenas miraba de reojo un contenido que me hubiera llenado de melancolía.

Tiempo después me atreví a detenerme y a contemplar esa rica colección de instrumentos y la sugerente disposición de sus posibilidades. Paseando hacia el Rastro o hacia ese balcón de los jardines de Sabatini, adonde nos acercábamos a inventar el mar de Madrid, comencé a descubrir que, junto a las flautas, los violines, las guitarras y las partituras, aquel escaparate exhibía instrumentos musicales insólitos, extraños, exóticos, preciosos. Y un día me di cuenta de que la tienda tiene una puerta cerrada al público, que da a la calle Mayor y a través de cuyos cristales sucios se advertía apenas la inmovilidad de varios pianos en penumbra.

Hasta hace unos días, nunca había entado allí. Cruzando la espaciosa luminosidad de la tienda, se atraviesa al fondo un pasillo de polvo que conduce a la sección de los pianos. Se tiene la impresión de que la luz no se ha encendido allí desde hace varias décadas, y entonces uno se encuentra con una inmensa sala que se ve fue lujosa y que a duras penas conserva una dignidad que se mantiene, precisamente, por la fuerza de su decadencia. Hay pianos nuevos y de segunda mano, altos y bajos, de pared y de cola. Y parece que ante nuestra llegada se despiertan y que para nuestra presencia desperezan su obligado silencio. Se respira tiempo porque a su alrededor quedan horas de tacto, de escucha y de voz. Produce respeto su elegancia y parece también que esperaban tumbados y que se han puesto de pie con humilde arrogancia. Porque un piano, aun callado, lleva dentro belleza, perfectamente ordenada en un cruce de cuerdas, en un alineamiento de macillos dispuestos a desbaratar el ruido de la calle o el estruendo de la memoria.

En la estancia anticuada que han encendido para nosotras me doy cuenta de que el piano ha perdido, excepto en los salones horteras de las casas de nuevo rico, el prestigio doméstico, burgués que tenía antaño. Tener un piano otorgaba entonces categoría social y en lo que se entendía por las buenas familias el piano y su práctica se heredaba como una joya o un retrato, una presencia viva que atañía a las costumbres y a un cierto concepto de la educación. Salvo excepciones, en su mayoría profesionales, hoy en día sólo se decide llevar a casa un piano por amor.

Buscábamos un piano por amor. Lo encontramos, aunque no al fondo de aquel gran escaparate que ha acompañado mis pasos madrileños, y alguien nos ha sugerido que lo pusiéramos en el salón, que quedaba tan bonito. Pero desde hace un par de semanas hay un hueco en otro lugar de la casa esperando por él. Un dormitorio. Un lugar en el que no sólo queda bonito, sino en el que despertará por las mañanas, levantará las cejas de sus teclas negras, para despejarse bostezará enseñando todas sus teclas blancas como en una buena sonrisa, se calzará sus pedales dorados y entablará su diálogo cotidiano con las manos que van a acariciarlo, a presionarlo, a insinuársele, a provocarlo, a obligar su belleza: un diálogo de amor.

Y ahora, cada vez que pase por el enorme escaparate de instrumentos musicales de la calle de Bailén, sentiré nostalgia por todos los pianos que sé adormecidos en la penumbra de una sala polvorienta y decadente, dignamente esperando que se enciendan las luces y alguien se pasee entre ellos buscando el suyo con amor.

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