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La prevaricación

Tal vez el delito más grave que un juez puede cometer es éste. Prevaricar. Dictar a sabiendas una resolución injusta. También se puede prevaricar por imprudencia o ignorancia inexcusables.Muchos juristas hemos saludado con júbilo la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que ha tenido el valor de juzgar y condenar por prevaricación la conducta del juez Gómez de Liaño en el ejercicio de sus funciones, por dictar a sabiendas resolución injusta; por lo tanto, por abusar de la posición que como juez disfruta, quebrantando sus deberes constitucionales.

La judicatura es uno de los colectivos en los que de una forma más llamativa se manifiesta el corporativismo. Esa tendencia a justificar y tapar los errores y a proteger a quienes los cometen. Es la forma de mantener el poder del cuerpo, que siempre prefiere ocultar sus fallos, aunque sean clamorosos, con tal de salvar la apariencia, la respetabilidad, en suma, la reputación, condición necesaria para ejercer el poder y que sus consecuencias sean aceptadas por los destinatarios.

Pero el Poder Judicial, en democracia, también está sujeto a controles en teoría y debería estarlo en la práctica, cosa mucho más difícil. Buena prueba de ello es el revuelo generado por esta sentencia por prevaricación continuada, que ha desatado las iras de tantos furibundos defensores del statu quo. La sentencia que comentamos es un camino en el ejercicio de esos controles, y por ello, contestado de una forma feroz por algunos sectores de la judicatura que se resisten a ello.

El Consejo del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces, cumpliendo con su función, ha amparado a los jueces que han dictado la sentencia, ante el aparato mediático denigratorio desplegado contra ellos. Ésa es quizás la función más significativa del Consejo, preservar la independencia de los jueces, aunque, todo hay que decirlo, suele ser muy corporativista y tímido cuando aplica las sanciones disciplinarias previstas en la ley.

Los jueces tienen unas prerrogativas para el ejercicio de sus funciones, como son la inamovilidad y la independencia, pero también son responsables y están sometidos al imperio de la ley. La independencia ha de tener el correlato de la responsabilidad.

El juez no puede aplicar la ley de cualquier manera, desde la subjetividad o el capricho. Ha de atenerse a la interpretación que emana de la doctrina constitucional, de los preceptos constitucionales y de la doctrina consolidada en las diversas materias que se someten a su enjuiciamiento. En caso de discrepancia ha de dictar resolución motivada, e incluso se le permite que, cuando por vía interpretativa no pueda acomodar la norma al ordenamiento constitucional, plantee cuestión de inconstitucionalidad. Como dice la sentencia, "lo que el juez no puede hacer es erigir su voluntad o su convicción en ley. Esa tarea sólo le corresponde al Parlamento".

Dicho de otra forma, no es cierto que en nuestro ordenamiento los jueces puedan hacer lo que les parezca; existen claros controles y mecanismos para evitarlo, y, ciertamente, los jueces y magistrados están sometidos al imperio de la ley. De ahí viene su legitimidad, que no de origen, pues no son elegidos para su cargo, y sí de ejercicio, en tanto se atienen a las reglas del juego establecidas para realizar una función tan poderosa "sobre vidas y haciendas" como la que les encomienda la Constitución.

La independencia del Poder Judicial es fundamental en una sociedad democrática, pero no podemos aceptar que haya quien considera que sus servidumbres produzcan sentencias dispares sobre supuestos idénticos, o resoluciones que se apartan de la línea interpretativa sin motivación alguna. El principio de seguridad jurídica obliga a una cierta previsibilidad del contenido de las resoluciones judiciales. La interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos es otro de los principios rectores de nuestro ordenamiento jurídico. Independencia, sí, como garantía de la imparcialidad, sin servidumbres, que son en realidad malos hábitos y burladero de objetivos torticeros, cuando no de desidia o ignorancia inadmisible en un Estado de derecho.

Con esta sentencia se ha quebrado para bien lo que venía siendo doctrina incontrovertida: el corporativismo judicial. Las reglas del juego que establecen las leyes han llegado a ser en algunos casos mera retórica, y cuando, ante el estupor causado en la ciudadanía por algunas sentencias, se daba, o se ha llegado a dar, la excusa del remedio al desastre por la vía del recurso, que sin duda lo es en muchos casos, el mal ya estaba hecho irremediablemente.

Nuestro sistema tiene que ser capaz en mayor medida de castigar, y si es preciso ejemplarmente, la irresponsabilidad de los jueces cuando se pruebe, y no puede amparar conductas que redundan en perjuicio de todo el colectivo y de la propia función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, también función judicial.

Y traigo a colación esto último, ejecutar lo juzgado, porque hace pocos días hemos asistido con escándalo al asesinato de una joven de 23 años por su ex novio, que cumplía condena de 11 años por el intento de asesinato de otra joven, también novia suya. Caso idéntico, pues. Pero el asesino se encontraba en libertad disfrutando de los beneficios de la Ley Penitenciaria, en contra del criterio de la psicóloga que lo trató en prisión. Ni a la joven ni a los jueces les cogió de sorpresa. Ella formuló varias denuncias -la última, de su puño y letra- explicando el grave peligro que corría. Ellos hicieron caso omiso, las apilaban en medio del caos de papeles que suele existir en los juzgados.

Sólo el fiscal pidió reiteradamente al juzgado de vigilancia penitenciaria que se suspendiera la situación de libertad de que disfrutaba el agresor. Tampoco se le atendió. Incluso después de muerta Mar Herrero, en un buen ejercicio de corporativismo, han salido con un comunicado sorprendente, justificando su posición, a explicar que la ley no les permitía hacer otra cosa. Y no es cierto: sí cabía otra interpretación cuando el fiscal la formuló. Es difícil hacerlo peor.

Esto tiene que tener un final y los demócratas hemos de propiciarlo. La sentencia del caso Liaño es una esperanza en ese camino que marca un cambio de rumbo muy prometedor. Es un torpedo en la línea de flotación del corporativismo judicial. Es una interpretación clara y valiente del tipo penal de prevaricación y hace que la ciudadanía pueda sentirse más segura de la imparcialidad de los tribunales, o al menos de que los controles previstos en las leyes para preservarla empiezan a funcionar.

Cristina Alberdi es diputada nacional y ex consejera del Poder Judicial.

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