Recuperando el tiempo desperdiciado
La eliminatoria nacional del vigesimotercer premio culinario internacional Pierre Taittinger, considerado el principal galardón gastronómico de Europa, celebrada recientemente en la Escuela Superior de Hostelería de Artxanda, en Bilbao, ha sido ganada por un cocinero de hotel: Enrique Valentí, quien ha oficiado estos últimos años en el hotel Bahía del Duque de Tenerife. Entre los ocho candidatos restantes, cuatro de ellos del País Vasco, existía también una notable representación de cocineros de hotel. Esto puede extrañar a muchos, dado el desprestigio que ha venido padeciendo este estilo de cocina, tachado de adocenado e inspirado en la cocina internacional más rancia. Parece oportuno revisar, aunque sea en el entorno más cercano, la situación actual.Hay varios hechos determinantes en el devenir de la culinaria de hotel. Durante la Belle Epoque y los años posteriores a la I Guerra Mundial, las localidades costeras y turísticas vascas fueron invadidas no sólo por la nobleza europea que descubría el concepto del veraneo, sino también por cocineros de alto copete provenientes de Francia. Ya años antes y al socaire de la revolución industrial vizcaína, prestigiosos chefs habían sentado sus reales en los hogares de la alta burguesía de Neguri, en clubes privados como la Bilbaína y en hoteles que forman parte, alguno de ellos, de la historia con mayúsculas, como el Torrontegui o el Carlton bilbaíno.
En la capital guipuzcoana, muchos de estos cocineros centroeuropeos van a prestar sus servicios a los palacetes de la nobleza, a la Casa Real, a obradores de pastelería y, por supuesto, a las brigadas de lujosos establecimientos como el María Cristina, el Hotel de Londres y de Inglaterra, sus vecinos los desaparecidos Continental y Biarritz y el Monte Igueldo, etcétera, establecimientos donde se forjaron los más prestigiosos cocineros de aquella época. En todos ellos, la guía culinaria de Escoffier, era como para los chinos de la Revolución Cultural el Libro Rojo de Mao. Tal cocina mantuvo su prestigio, aunque renqueante, entre las dos guerras europeas. Pero al acabar la segunda gran conflagración la cocina francesa y la internacional de ella derivada se encontraban en una fase de total decadencia. Como dijo Néstor Luján, "moría abrumada por su propio prestigio, limitada por sus rituales, entristecida por sus dogmas, que muchas veces no se podían cumplir por la desmesurada elevación de los precios de las materias".
Aquella cocina opulenta, con servicios majestuosos, no se podía mantener más no sólo por razones económicas, sino por el mismo ritmo de la vida moderna. El prestigio de las cocinas regionales, conocidas gracias a la popularización del automóvil, las guías culinarias y el nacimiento de una corriente de opinión en favor de la autenticidad que más tarde se llamará Nueva Cocina va a suponer la puntilla de la academicista cocina que se practicaba fundamentalmente en los hoteles. En los años sesenta y posteriores los hoteles seguían haciendo lo mismo, pero con más aburrimiento, peores productos y conceptos absolutamente esclerotizados. El boom del turismo va a convertir las cocinas de muchos de estos hoteles en monumentos al despropósito.
En la década de los ochenta comienza, sin embargo, a fraguarse, sobre todo en Bilbao y al calor de las nuevas corrientes culinarias, la rehabilitación de la cocina de hotel. Posiblemente, uno de los primeros ejemplos sea el del restaurante Bermeo, del hotel Ercilla de la capital vizcaína, que más tarde ha dado lugar a secuelas de gran calado. Esta revolución se personificó en el navarro Ángel Lorente, jefe de cocina del Bermeo, donde, entre otras lindezas, descubrió la primera ensalada de bacalao de la modernidad. Por allí han pasado después creadores de mucho nivel, así como por su grandioso hermano menor, el Club Naútico del Hotel Lopez de Haro: Berna Rama, Alberto Zuluaga, Juanma Hurtado,... Hoy día, tras unos años de incertidumbre, ha desembocado en una cocina muy actual, con sello de autor y dirigida por un joven de nivel: Alberto Vélez.
Otro gran restaurante bilbaíno que irrumpió en el panorama de la buena cocina al comienzo de esta década que ahora finaliza es el del Hotel Indautxu. En su Etxaniz, la profesionalidad de un chef como José Alonso ha contagiado su entusiasmo al equipo y ofrece una culinaria tradicional, pero con importantes dosis de refinamiento.
Pero, sin duda, quien ha roto en mil pedazos la imagen negativa de la cocina de hotel, ha sido Enrique Martinez, del laureado Maher de Cintruénigo. Su labor, al frente de la línea de restauración de los hoteles NH, ha dado un vuelco espectacular a muchos de los establecimientos de la cadena: La Ontina, de Zaragoza; el Calderón, de Barcelona, y, por supuesto, La Pérgola del Villa de Bilbao por citar los más destacables. En éste último siempre se encontrará alguna electrizante sorpresa de la mano de Txomin Gomez Navarro y con precios, para como está hoy el mercado, realmente irrisorios.
Gómez Navarro participó junto con el alsaciano y casi donostiarra Jerome Meyer, del Hotel María Cristina, en el concurso de Taittinger. El establecimiento donostiarra ha apostado a tope en los últimos años, con su director, Manuel Vasconcelos, al frente por una cocina de calidad sin desdeñar el negocio de los banquetes, interpretada por un cocinero riguroso como Jokin de Aguirre, últimamente con el importante refuerzo del citado Meyer. Siempre hay en la carta del María Cristina interesantes novedades como ahora la ensalada de txangurro y pomelo, el cordero a la provenzal asado en su jugo o el biscuit de dátiles y almendras. Es evidente que Escoffier ha muerto, ¡viva la imaginación!
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