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Prevaricación e indulto

MERCEDES GARCÍA ARÁN

Mercedes García Aran

Condenar a un juez por prevaricación presenta problemas muy distintos a los de un delito de homicidio o lesiones, porque requiere valorar si la decisión del juez supuestamente prevaricador fue o no injusta, además de si actuaba a sabiendas de tal injusticia. Ello exige un minucioso análisis de las leyes aplicadas por el juez, lo que, en todo caso, debería aconsejar mayor prudencia a algunos furibundos comentaristas no versados en derecho. La sentencia del Tribunal Supremo condenando al magistrado Gómez de Liaño por prevaricación analiza la ley que éste aplicó, y resuelve utilizando criterios asumidos doctrinal y jurisprudencialmente que son esenciales a la función jurisdiccional propia de un Estado de derecho.1. Las resoluciones enjuiciadas se consideran injustas porque se oponen objetivamente a las normas en las que se apoyan: en este caso, las que regulan las medidas cautelares a acordar durante el proceso (prohibición de salida del territorio nacional, prestación de fianza o establecimiento del secreto del sumario). Esa contradicción objetiva con la ley existe o no existe, con independencia de la convicción personal del juez acerca de lo que debería ser o no justo, porque la Constitución le obliga a resolver sometido "únicamente al imperio de la ley" (art. 117.1 de la Constitución). En otras palabras, a los jueces se les encomienda aplicar las leyes como garantía del Estado de derecho y no para que realicen su personal concepto de justicia, según esa idea de "lo justo" que todos tenemos al margen de las leyes emanadas del Parlamento y que son, en definitiva, las que cuentan. Por ello no comparto la concepción subjetiva y metalegal de la injusticia que se adivina en el voto particular formulado a la sentencia. Para que una decisión sea injusta, basta con que se oponga a las leyes porque no pueda apoyarse en ninguna interpretación razonable. Será prevaricadora si, además, el juez lo sabe, tanto si ello coincide con su conciencia sobre "lo justo" como en el caso contrario.

2. La cuestión se complica cuando la ley concede al juez discrecionalidad para elegir entre dos soluciones posibles como es este caso (medidas cautelares o no, libertad con o sin fianza, secreto sumarial o no, etcétera), porque puede parecer que cualquier decisión permitida por la ley es adecuada a ella en cualquier caso concreto. Y también en este punto el Tribunal Supremo ha seguido la jurisprudencia reciente que cambió una línea anterior insostenible. En efecto, en sentencia de 3 de mayo de l986 se absolvió a los magistrados Varón Cobos y Rodríguez Hermida, que habían puesto en libertad -bajo irrisoria fianza- al conocido mafioso Bardellino, buscado por Interpol y acusado de graves delitos, que inmediatamente huyó de España. Se absolvió a los magistrados con el argumento de que la ley les permitía decidir entre la libertad y la prisión y, por tanto, hicieran lo que hicieran actuaban justamente. Aquella absolución escandalizó a la sociedad española y a muchos penalistas; algunos dijimos entonces que cuando la ley ofrece al juez dos decisiones posibles -y opuestas- no es para que elija en absoluta libertad, sino para que concrete lo que la ley no ha podido concretar y adopte la que resulta justa en ese caso concreto, lo que no significa que lo sea en otros diferentes. Y justa será aquella que sea necesaria, proporcionada y adecuada a los fines de la ley. Pues bien, ya en la sentencia que condenó al magistrado Pascual Estevill (4 de julio de 1996) el Tribunal Supremo admitió que había prevaricación cuando se decidía la prisión provisional sin fundamento, pese a que la ley permite al juez elegir entre ésta y la libertad. Desde luego, es más difícil establecer la prevaricación en casos como éstos, pero resulta, si cabe, más necesario admitir que puede darse, precisamente porque en la discrecionalidad la posibilidad de arbitrariedad es mayor.

En las decisiones del magistrado Gómez de Liaño la injusticia objetiva es perfectamente sostenible y ya fue analizada en estas mismas páginas por José Miguel Zugaldía el pasado 27 de octubre. Las medidas cautelares adoptadas eran desproporcionadas en relación a un caso cuyo presupuesto -la comisión de un delito- era más que discutible. Especialmente en el auto que reimplantaba el secreto del sumario tras haber sido revocado por la Audiencia, el conocimiento por el juez de lo inadecuado de la decisión y, por tanto, su actuación "a sabiendas", era difícilmente rebatible pese a la alegación de la defensa sobre el cambio de circunstancias.

Hasta aquí, por tanto, nada hay de escandaloso en la sentencia del Tribunal Supremo, pese a que, como todas, pueda discutirse o no ser compartida desde otras interpretaciones. A partir de aquí, ¿debe considerarse el indulto, como ya se ha propuesto?

3. Con el indulto, el Gobierno ejerce el derecho de gracia, equivalente al perdón, sin descalificar la condena, porque no puede hacerlo. El Gobierno no está vinculado a las leyes que se aplicaron en la condena ni revisa la interpretación de los jueces, porque no es una nueva instancia judicial. Pero que el indulto -como tal perdón- esté escasamente sometido a la ley no significa que pueda utilizarse a capricho del Gobierno ni como una forma vergonzante de corregir leyes inadecuadas o de enmendar la plana a los tribunales. El indulto está para aquellos casos en que, pese a haberse aplicado correctamente la ley, la pena legal y justa produce efectos que la hacen innecesaria e incluso incomprensible para la sociedad. Está para casos como el del toxicómano delincuente condenado -legalmente-, pero muchos años después de su delito y cuando ya se encuentra plenamente reinsertado en la sociedad.

Por eso el mismo tribunal que condena puede aconsejar el indulto y debe informar al Gobierno, atendiendo a "razones de justicia, equidad o utilidad pública" (art. 11 de la Ley de Indulto).

Pero en este caso el indulto resultaría absolutamente incomprensible en términos sociales y no podría ser informado favorablemente por el tribunal sentenciador. Aquí no se trataría de corregir un efecto indeseado de la aplicación correcta de la ley, porque la pena de inhabilitación es adecuada cuando el delito se ha cometido ejerciendo la función para la que se inhabilita. ¿Cómo explicar a los ciudadanos que se considera justo, equitativo o útil que un juez condenado por desviarse de la importantísima función que tiene encomendada siga ejerciéndola?

Por último, de solicitarse el indulto, difícilmente puede exigirse la suspensión de la pena hasta que decida el Gobierno, porque el artículo 4 del Código Penal permite dicha suspensión para evitar que la ejecución inmediata de la sentencia haga ilusoria la petición del indulto, lo que puede ocurrir con las penas de prisión pero no con las de inhabilitación, que, de indultarse, permitirían la reincorporación a la función sin mayores consecuencias.

Los jueces tienen en sus manos algo tan delicado como la privación de derechos de los ciudadanos; por el respeto que merece, la Constitución los proclama independientes, pero precisamente por eso, también responsables ante la ley de su aplicación.

Mercedes García Arán es catedrática de Derecho Penal.

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