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Tribuna
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Protección y responsabilidad

Para nadie será novedad la condena penal de don Javier Gómez de Liaño, establecida por el Tribunal Supremo. Para la gente que lee cierta prensa, oye ciertas radios y ve determinadas cadenas televisivas tampoco serán novedad los ataques desmesurados contra los dos magistrados de esa mayoría condenatoria; los ataques han sido feroces, personalizados, injuriosos y calumniadores en algunos casos. Los disentimientos de la sentencia, obvios, pero en general se han manifestado mediante esos ataques personales más que con razonamientos desvirtuadores del contenido de la misma. El Consejo del Poder Judicial ha dictado una nota llamando la atención sobre la desmesura de esos ataques personales, digamos que ha amparado a los autores de la sentencia, y no a la sentencia, lo que no entra en sus funciones. El amparo es, por tanto, meramente declarativo o proclamatorio. Si los afectados quieren algún otro tipo de compensación, vía penal o civil, tendrán que acudir a los tribunales, como cualquier otro ciudadano que se encuentre en situación de ofendido o calumniado.Y se plantea, por algunos, la resurrección del delito de desacato, que tiene mala prensa, sobre todo por el nombre y por el abuso pasado de los jueces en su aplicación o, más bien, invocación. Pero, desde luego, los jueces necesitan más protección de la que tienen; un poder del Estado, concretado en miles de sujetos independientes, cuyas decisiones no pueden, ni deben, sustraerse al debate público, pero que están limitados en su defensa personal por la propia naturaleza e imagen de su función, ya que esa beligerancia parece chocar con la idea de imparcialidad serena que es consustancial con el ejercicio de esa función constitucional. De alguna manera habrá que conseguir que el ministerio público tome cartas en el asunto, cuando se produzca, sin esperar a que el calumniado se decida a intervenir.

Pero no sólo se trata de calumnias y otras invectivas, sino de coacciones. Por desgracia, parece difícil evitar que los jueces sean, en muchos casos, condicionados por la prensa. Pero hay un paso más, el de la coacción moral, que con frecuencia se da. Recordemos el antes y el después de los ataques personales a los jueces y magistrados que intervinieron en el caso Marey, y tanto si eran de la mayoría condenatoria como de la minoría que pretendía la absolución de los allí implicados. Las situaciones previas y posteriores llegan a veces al paroxismo, cuando el sentir periodístico no está de acuerdo con una decisión (el sentir, digo, y no el razonar) o ha dado ya su veredicto previo, tajante y definitivo. A veces, pero no es lo habitual, también algunos políticos han incurrido en este tipo de excesos. Los jueces han de ser protegidos de la coacción, de la imposición, de la amenaza, de la calumnia y de la vituperación personal por algo más que esporádicas declaraciones del Consejo. Y no es que este gremio sea especialmente simpático o merezca un privilegio. Se trata de proteger al más ecuánime y cumplido ejercicio de su función constitucional.

Las limitaciones de esta columna no me permiten desarrollar la contrapartida que a los jueces y su organización hay que exigirles a cambio. También partiré del mismo ejemplo: si el señor Gómez de Liaño no hubiera sido condenado por un delito, sus actuaciones ilegales (revocadas) habrían quedado sin consecuencia alguna para él. Entonces resulta que los errores y negligencias judiciales no tienen más consecuencia: juez prevaricador o juez impoluto. Y en el error hay muchos grados y circunstancias, más o menos excusables, inevitables o evitables, culposos o groseros. Y toda esa gama queda fuera de consideración en la carrera de la persona que los comete, un titular de un poder del Estado. Ahora se apunta, por ejemplo, el posible error judicial cometido por un supuesto autor (condenado a 30 años y con unos cuantos cumplidos) del asesinato del señor Brouard, me refiero a Rafael López Ocaña, y con la exoneración previa de otros que pudieran ser responsables. Pero, resulte lo que fuere en este caso, errores judiciales no faltan. Y se arreglan cuando se arreglan, con indemnizaciones que pagamos todos los ciudadanos. Antes de ayer se publicó que el Tribunal Supremo obligaba al Estado (es decir, los contribuyentes) a pagar una deuda por la negligente actuación de un Juzgado de Primera Instancia; del juez o jueces responsables, ni noticia. Y sólo está en manos de la organización judicial tener en cuenta los desafueros e ilegalidades que los jueces cometen; con consecuencias personalizadas para el autor; ¿o da lo mismo, en esa profesión, el acierto del buen juez que el error o la negligencia, por burda que sea, con tal que no haya delito? Independencia no equivale a irresponsabilidad.

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