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El estadista del siglo

CARLOS FUENTES

No tardan en generalizarse las encuestas que otorgarán primeros lugares en todas las manifestaciones de la vida durante el siglo que termina: deportes, cine, literatura, artes plásticas, ciencia y, por supuesto, política. La revista norteamericana Time ha venido publicando números especiales dedicados a las artes, la política y la ciencia, exaltando a las personalidades más relevantes del siglo XX. Todas estas listas son debatibles y, a veces, provincianas. Pero nada va a impedir que, de Nueva York a Buenos Aires, de París a Moscú y de Tokio a El Cairo, personas, publicaciones, encuestas de todo tipo, opinen sobre la mejor película, la mejor novela, el principal pintor, el científico más destacado de un siglo que, en resumen, fue el más fecundo en adelantos científicos y técnicos, pero al mismo tiempo el más violento en el contrastante retraso moral y político.No puede, por ello, premiarse, sino a partir de la máxima perversidad, a las diabólicas personalidades políticas que ocuparon, sin duda, el centro del escenario histórico, sólo para inundarlo de sangre: Adolfo Hitler, José Stalin, Mao Tse-Tung...

No hay, es cierto, figuras políticas impolutas o que escapen totalmente a la consideración crítica. Lenin, ídolo de la izquierda ortodoxa durante décadas, considerado incluso por los antiestalinistas como el revolucionario puro traicionado por su brutal sucesor, es hoy objeto de una revisión adversa que ve en Stalin a un fiel continuador de las políticas del bolchevismo leninista. ¿Pudieron los revolucionarios calumniados y asesinados por Stalin -Trotski, Kamenev y sobre todo Bujarin- darle otro cariz a una revolución posiblemente socialista y democrática? Nunca lo sabremos.

El hombre del siglo quizá no sea un hombre de estado, sino un hombre de ciencia -Einstein-, un artista -Picasso-, un escritor -Kafka, Joyce-, un cineasta -Eisenstein, Welles-. Pero si nos limitamos a las carreras políticas, excluidos los monstruos que pervirtieron el quehacer público, nos quedamos con un puñado de hombres y mujeres que merecen el honor del tiempo. Winston Churchill, por su solitaria resistencia británica al triunfo avasallador de los nazis en 1939-41. Charles de Gaulle, por la fe en la Francia Libre, y más tarde, junto con Konrad Adenauer, en solidificar la alianza franco-germana como base de una Europa libre y en paz. Mijaíl Gorbachov, arquitecto de la perestroika y el glasnost, que enterraron la tiranía comunista en Europa y pusieron fin a la guerra fría en el mundo. Tito, Nasser, Nehru y su denodado esfuerzo por afirmar una vía independiente frente al condominio norteamericano-soviético. Eva Perón, Golda Meir, Indira Gandhi, como prueba del nuevo papel de la mujer en la política. Mohanda Gandhi, como el ejemplo superior de la exigencia moral de la política. Y en la América Latina, Lázaro Cárdenas, el estadista más importante no sólo de México, sino del continente iberoamericano. Sin la demagogia de Perón, sin el fascismo de Vargas, sin la dictadura de Castro, Cárdenas demostró que la voluntad reformista no sólo salva a los pobres, sino a los ricos. Cárdenas, el reformador, sentó las bases para un ascenso paralelo, en un país pobre, de las fuerzas trabajadoras y de las fuerzas productivas del Estado y de la empresa privada. Que otros hayan desviado el camino no es su culpa.

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Es una feliz coincidencia que la presidencia cardenista en México haya coincidido con la de Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos de América. Roosevelt -FDR- es ese producto típico de la democracia norteamericana, el aristócrata rico que, por pundonor, herencia y recursos, evitó sin alardes el pozo trágico de la corrupción, que, por otra parte, evitaron también presidentes de origen humilde como Harry S. Truman. No quiero decir, por ello, que una cuna de alcurnia sea garantía de un ejercicio político limpio, sino que un sistema de responsabilidad pública del Ejecutivo (accountability) impide que la corrupción, cuando ocurre, sea relegada al olvido. Ni Harding ni Nixon pudieron escapar a la vigilancia de la ley.

La coincidencia Roosevelt-Cárdenas permitió a éste llevar a cabo el programa de la Revolución detenido por el maximato callista. La reforma agraria, la organización obrera y la expropiación del petróleo provocaron reacciones violentas y agrias críticas en EE UU, pero no se tradujeron, porque Roosevelt no lo permitió, en presiones y agresiones como las sufridas, en su momento, por Madero, Carranza y Obregón. Roosevelt, sin duda, tenía muy presente la necesidad de contar, en la frontera sur de EE UU, con un aliado y no un enemigo al llegar la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de este cálculo, su política general de "buena vecindad" con la América Latina le permitió convivir con regímenes tan distintos como el corporativismo de Getulio Vargas en Brasil, el Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda en Chile, el reformismo revolucionario de Lázaro Cárdenas en México y, llegado el momento, la revolución democrática de Juan José Arévalo en Guatemala.

¿Cínico y pragmático? También lo fue, y coexistió con Batista, Trujillo y el asesino de Sandino, Anastasio Somoza, del cual, famosamente, Roosevelt dijo: "Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". La comparación se impone. A partir de la presidencia de Eisenhower y la diplomacia de Dulles, los EEUU favorecieron no sólo a los "hijos de puta" y socavaron, deliberadamente, a todos los regímenes reformistas latinoamericanos, de Arbenz en Guatemala a Allende en Chile, arrojando, además, a Castro en brazos de la URSS y consolidando, con una política de agresión permanente, el dominio permanente de Castro sobre la doblemente desventurada isla de Cuba, víctima de los gringos afuera y del líder máximo adentro.

Pero la importancia de Roosevelt no reside tanto en su política latinoamericana, como en su política interna primero y en su política mundial enseguida. Franklin Delano Roosevelt recibió, al ser electo en 1932, una nación arruinada. Los bancos clausurados, trece millones de desempleados, la agricultura quebrada y la producción industrial en un declive del cincuenta y seis por ciento con relación a 1922.

Inaugurado el 4 de marzo de 1933, lo primero que dio FDR fue confianza: "No temamos a nada salvo al temor". Acto seguido pasó de la retórica a la acción. En los primeros cien días de su mandato formó un equipo equilibrado, incluyendo a personalidades de la oposición republicana, y emitió las leyes estabilizadoras para la emergencia económica y bancaria. El Nuevo Trato se enderezó enseguida a aliviar el sufrimiento extremo mediante la acción del Estado. La CCC (Civil Conservation Corps) le encargó a medio millón de jóvenes las tareas de reforestación e irrigación. La FRC (Financial Reconstruction Corporation) restableció un sistema de créditos indispensables. El AAA (Agricultural Adjustment Act) creó el sistema de subsidios agrícolas -en esencia

vigentes hasta el día de hoy- pagados mediante un impuesto sobre la conservación de la tierra. La TVA del Valle del Tennessee fue el centro del gran proyecto hidroeléctrico que subrayó la intensa preocupación del Nuevo Trato con la base de una tierra sana, irrigada, productiva y protegida contra la erosión y la expoliación.La política de obras públicas culminó con la WPA (Works Progress Administration), que entre 1935 y 1941 empleó anualmente a un promedio de dos millones de trabajadores, que, a ritmo creciente, le proporcionaron billones de dólares anuales a la economía y prepararon una fuerza de trabajo adiestrada para la defensa militar después de Pearl Harbor. La NRA (National Reconstruction Administration) estableció las normas de salario mínimo y horario máximo, el contrato colectivo de trabajo y la prohibición del trabajo infantil, que, unidos a los programas de escolaridad, viviendas públicas, arrasamiento de chabolas, subsidios a la cultura y a las artes, crearon en los EE UU el clima de optimismo, trabajo, prosperidad y oportunidades que justificaron las palabras del presidente Roosevelt cuando dijo: "La presidencia es sobre todo el lugar del liderazgo moral de la nación".

Sobre la base de sus reformas internas y el restablecimiento del vigor económico norteamericano a partir de la acción del Estado, Roosevelt pudo proyectar ese liderazgo mundialmente en la Segunda Guerra Mundial. Sin despreciar la resistencia británica ni el valor soviético, fue la economía de los EE UU, restaurada por FDR, la que ganó la guerra y salvó al mundo del "Nuevo Orden" nazi-fascista.

Esta doble dimensión -como líder interno e internacional- le da a Roosevelt, a mi entender, el sitio preponderante como figura de estadista del siglo XX. Pero su lección no es sólo un hecho del pasado. Hoy que se dejan atrás ortodoxias estatistas o del mercado a favor de una tercera vía equidistante entre ambas, conviene recordar que Roosevelt fue más allá del simple equilibrio y optó decididamente por iniciativas estatales que le dieron suelo a las iniciativas privadas. Y, sin embargo, ni el Estado ni el mercado fueron, en verdad, los protagonistas esenciales del Nuevo Trato. Lo fueron los trabajadores, los educadores, los ingenieros, los abogados, las amas de casa, los niños, los empresarios, los agricultores, los artistas convocados por el liderazgo moral de Roosevelt para darle piso, profundidad y vuelo a una sociedad postrada. Roosevelt, en otras palabras, se valió del capital humano de su patria para reconstruir a su patria. Ésa sigue siendo su mejor lección, porque es una lección que no admite excusas.

Al entrar al siglo XXI, la América Latina hará bien en ponderar, más allá de los modelos friedmanitas o de la tercera vía (pues ambos suponen la previa conquista de niveles altos de bienestar), el modelo radical de Franklin Delano Roosevelt: emplear el capital social y humano, abundante, creativo, ansioso de participación, de cada nación latinoamericana.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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