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Tribuna
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Alarma

Han sido puestos en libertad los "violentos" entre los manifestantes antifascistas del Día de la Raza o de la Hispanidad o del Encuentro o del Desencuentro, en fin, de lo que sea. La liberación de los últimos presuntos implicados se debe a que "ya ha desaparecido la alarma social". La violencia desatada por algunos manifestantes antifascistas demuestra que la agresividad no respeta fronteras ideológicas, pero la reacción político-social volvió a demostrar el pánico que la sociedad española actual siente por lo insurgente. Más allá de la justa indignación por los escaparates rotos, lo que alarma de estos nuevos insurgentes, violentos o no, es que lo sean cuando ya no toca serlo. Si el jefe de los jefes de la seguridad o de la inseguridad europea es un español, frívolamente llamado Mr. PESC, premiado porque sabe ganar guerras no declaradas, ¿qué pintan esos insurgentes, si Mr. PESC tendrá el monopolio de la violencia?Sería vana palabrería liberal proponer que todos adoptáramos la posición del pensador de Rodin para meditar sobre la responsabilidad colectiva de la violencia. Me limito a que contemplemos la expresión alarma social si hemos de considerarla causa de detención o de retención, porque el lenguaje se inventó para defendernos de las cosas y de los otros. Si se detuviera o retuviera a todos los causantes de alarma social, no habría cárceles suficientes en este mundo, y en el otro no necesitan cárceles, según me temo, aunque tuvieran como ciudadanos a Franco o a Pinochet. Confieso que yo me alarmaría mucho, individual y socialmente, si un energúmeno, aunque sea de izquierdas, apedreara mi coche o mi ordenador, que es mi negocio. Pero una vez expresada mi alarma e incluso mi indignación, me pondría a considerar si al violento le meten en la cárcel por mi alarma, por nuestra alarma, o si lo meten en la cárcel porque hay un motivo objetivable para ello. Porque si la alarma social es un aroma que desaparece horas, días después, lo más sensato sería desterrar a los alarmantes hasta que se relajaran los sensores de los alarmados o, en cualquier caso, no transmitir la sospecha de que metemos en la cárcel los espejos que se niegan a pactar con el imaginario de esta ciudad, alegre y confiada.

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