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Versiones de bondad feudal

PEDRO UGARTE

Es una realidad relativamente reciente la inclinación de los artistas del espectáculo por organizar actos filantrópicos. La palabra filantropía nos parece hoy polvorienta, decimonónica. Cuando se piensa en filántropos lo que nos viene a la memoria es, por ejemplo, la estampa puritana del Ejército de Salvación desfilando por calles americanas y entonando salmos bíblicos.

El cuidado de su propia imagen que hoy practica cualquier artista le impediría asumir ese término. Pero a uno no se le ocurre ningún otro para denominar esos macroconciertos solidarios en que gente a la que le sobran fama y dinero acepta perder algo de tiempo a favor de una buena causa: la conservación de la selva amazónica, la solidaridad con los refugiados de algún conflicto bélico, el apoyo a los damnificados de una inundación, un terremoto, una sequía o un tornado. Los cantantes, los actores, los grandes empresarios (también los grandes empresarios se dedican a la filantropía) llenan un hueco en esta sociedad hambrienta de auténticos principios éticos. Un artista de fama internacional goza hoy de una proyección pública abrumadora, en la que apenas le superan unos pocos individuos: el presidente de los Estados Unidos, el Papa, quizás alguno más.

La repercusión de su imagen les obliga a cierto pronunciamiento moral. La gente ya no exige tanto una ética intachable a los políticos, los religiosos o los intelectuales como a los actores, los cantantes o los deportistas. Somos escépticos ante las buenas intenciones de cualquier presidente de gobierno, pero los conciertos solidarios y las grabaciones colectivas parecen hoy la quintaesencia de la generosidad humana, la verdadera prueba de que, a pesar de todo, aún existen personas hechas de buena pasta.

Y sin embargo las contradicciones se multiplican: un famoso puede poner rostro y voz, de forma desinteresada, a una campaña contra el sida, pero no dudará tampoco en cambiar de domicilio por razones fiscales. Nadie pide cuentas a la gente que se presta a gestos gratuitos de generosidad, porque la generosidad, como bien se sabe, nada tiene que ver con la justicia. Quizás es posible ir aún más lejos. La generosidad gratuita, la donación, el arrebato solidario, eximen a cualquier personaje de un compromiso más alto: su sometimiento a estrictos criterios de igualdad, el mero pago de impuestos, la revisión de toda una estructura de privilegios montada a su favor por la dócil sociedad de consumo.

No hay que dudar de las buenas intenciones de tantas personas que se prestan a cantar en un concierto sin cobrar un solo dólar, como no hay que dudar de las virtudes de la caridad cristiana mal entendida, de la amable y patriarcal generosidad de un cacique de pueblo o de los honestos esfuerzos de un latifundista cubano del siglo XIX por mejorar las condiciones de vida de sus esclavos. Pero desde luego los cambios decisivos se producen en otras coordenadas, posiblemente más oscuras, menos espectaculares, quizás imperceptibles: en el manejo de los presupuestos públicos, en el criterio de prioridades que se imponga una u otra administración, en la abnegada gestión que sean capaces de encarar la Organización de las Naciones Unidas, un Estado africano, un cantón suizo o un ayuntamiento de Argentina.

Nuestra sociedad necesita del espectáculo porque ya ha perdido toda capacidad de creer en la gestión. Es difícil valorar en su medida un servicio de asistencia social, pero nadie ocultará su admiración al ver a Sting pastoreando por distintas cancillerías europeas a un jefe indio del Amazonas. Quizás esas formas de actuar sean hoy día rigurosamente imprescindibles para que la sociedad tome conciencia de determinados problemas. Paradójicamente, la sociedad de la información, de la creciente y cada vez más abrumadora información, precisa de estímulos pseudosentimentales para ser consciente de los problemas del mundo. Uno no sabe qué espacio queda en esas condiciones para la educación y el sentido crítico: seguimos siendo, sobre todo, seres impresionables.

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