Ranieri, que nos perdona la vida
Con ocasión del deplorable partido de la selección italiana frente a Bielorrusia, Cándido Cannavó, director de la Gazzetta dello Sport, alertaba sobre la decadencia futbolística de su país. Decadencia que los pragmáticos de siempre negaban. Al fin y al cabo, Italia se había clasificado para la fase final de la Eurocopa. Tal es el empeño de esta gente por tirar de los números que han convertido el fútbol en una materia estrictamente prosaica y cínica, donde al cobarde catenaccio se le denomina "ritirata strategica" (retirada estratégica), temible eufemismo elogiado por otro director, Mario Sconcerti, desde el Corriere dello Sport. En su libro Baggio vorrei che tu Cartesio e io, Sconcerti atribuye con muchísima razón a los italianos el perfeccionamiento maquiavélico de este método, que el ilustre director no duda en calificar de "principio casi genial".Salvo raras y honorables excepciones, la escuela italiana está tan pagada de sí misma que ha caído en un narcisismo extraordinariamente dañino. En última instancia siempre les quedan los números, que no siempre resultan favorables, pero que pocas veces les hace meditar sobre la decadencia que se abate sobre su fútbol. Marcelo Bielsa, seleccionador argentino, lo expuso de otra manera en este periódico durante el Mundial. "Como nunca pierden por mucho, no hay manera de que revisen su proyecto".
Sólo cuando se asiste a un ridículo como el protagonizado por la Fiorentina frente al Barça, tiemblan algunos cimientos. No se puede jugar peor, defenderse peor, ni recibir una paliza peor. Pero el seísmo es breve. Enseguida regresan los gurús de la escuela de Coverciano -la factoría del pensamiento único en Italia- para tratar de convencernos de que lo peor del fútbol es jugar al fútbol. ¿Qué diferencia existe entre los indigeribles pelotazos que se cruzan durante 90 minutos los equipos de la Cuarta División inglesa y el lanzamiento de proyectiles que se intercambian las mejores escuadras de la Liga italiana? No hay diferencia alguna, excepto que en un lado pugnan dos albañiles de Scunthorpe y en el otro se buscan la vida los delanteros más famosos del planeta: Ronaldo, Vieri, Salas, Shevchenko, Weah o Batistuta.
Ese reduccionismo está matando al fútbol italiano. Conviene no olvidarlo cuando el simpático Claudio Ranieri se atreva a repetir su ideario: que desprecia el buen juego, que no le interesa la pelota, que marca paquete por liquidar de sus equipos a Romario, Ortega, Juninho (y muy probablemente Valerón) y que se ufana por convertir el fútbol en un estropicio de callejón. Mientras este Terminator prosigue su trabajo, pide el tiempo que los demás no tienen. El tiempo para conseguir las victorias que acrediten su condición de ganador. Condición que se atribuye por el simple hecho de ser italiano, como si tuviera el derecho a perdonarnos la vida mientras su equipo pierde con una insistencia tenaz y con un juego que está a punto de levantar en armas a la hinchada.
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