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Mercado de barrio

Quedan pocos en Madrid, sustituidos por lo que se llama "grandes superficies" o supermercados, pertenecientes a entidades anónimas que revenden mercancía ajena. Es la radical diferencia, pues en otro tiempo lo distinto eran las personas que se juntaban para traficar en heterogéneos bienes de consumo. Se hicieron fijos en las grandes ciudades, pero la piqueta va acabando con los más famosos. Ni rastro, en París, sólo en la memoria, de Les Halles, las tripas de la ciudad, un mundo balsámico y maloliente, esquinado, bullicioso desde la madrugada. Los ingleses -que son muy conservadores de lo que tienen- guardan aún la estructura del Covent Garden, lo que es de desear que ocurra con el Mercado de la Cebada. Hace mucho que derribaron la construcción radial del de Olavide, pero aún quedan algunos que, con afán arqueológico, he visitado últimamente. No sé, ni es el caso, que sea buena o no esa supervivencia. Las cosas duran lo que quieren los humanos -y las humanas, como podría decir don Julio Anguita o alguno de sus imitadores-, aunque no tienen claro futuro, ni me da la imaginación que se acabe haciendo la compra por Internet, aunque sea ya realidad.Encuentro en el recuerdo algunas denominaciones que han desaparecido: la volatería, las casquerías y aquella muestra del ingenio y buen humor madrileños al ofrecer "idiomas y talentos" para proclamar el tráfico de lenguas y sesos. En cada barrio importante había, al menos, un mercado de ese tipo, quizás hasta pasados los años cincuenta, cuando llega el problema de la contratación de personal, la escasa vocación artesanal de los hijos y el lícito afán paterno -y materno o maternal, elijan- de aspirar a que los descendientes alcancen la categoría de ingenieros o abogados en paro.

He husmeado por los mercados de Barceló y de La Paz, en la calle de Lagasca, los más cercanos a mis entornos. Supongo que la actividad se inicia con el alba, y los puestos -se llamaron "cajones", creo, en los orígenes- levantan el cierre entre las ocho y las nueve de cada mañana. El primero tiene un aire más apagado, varios pisos y rampas por donde las señoras mayores arrastran sus carritos. El espectador ocasional percibe que la clientela va a tiro hecho, donde la sirvan mejor o más barato, y eso ha ocurrido siempre. Se ven puntos oscuros, locales en venta, comerciantes que arrojan la toalla.

No sé si se trata de una apreciación acertada o que estoy perdiendo el sentido del olfato -junto con alguno más-, pero me ha parecido que en estos lugares huele muy poco, cuando cabría esperar fuertes emanaciones a pescado, el aroma de la fruta, por ejemplo. Sólo en algunas fruterías, especialmente en el barrio de Salamanca, se percibe la fragancia de los melocotones, las paraguayas y resulta que el perfume tiene su precio. Ya no se venden los melones de Villaconejos a cala y a prueba, tan jugosos y dulces este año. La fruta comparte sus delicias con las verduras, y destaca el rojo oscuro de los tomates junto al amarillear de las naranjas que pierden su dulzor, y el glauco tono de la uvas, ahora en la buena temporada.

Detrás del tablero inclinado de la pescadería se afanan los vendedores, que conservan, algunos, el delantal a rayas verdinegras, manipulando entre las grandes pescadillas -que ascenderán en los restaurantes caros al rango de merluzas-, los chicharros, salmonetes, gallos -poco lenguado-, gambas, chopitos, almejas, sardinas y mejillones, algunos manojos de percebes morunos o canadienses, poca ostra, náufraga la captura marina que aprieta sus carnes entre una resaca de hielo picado. Al lado, enfrente, la salchichería, los embutidos, con la impresión de que los cerdos ibéricos tienen, al menos, siete patas cada uno; las longanizas, chorizos variados, salchichones, salamis y morcillas, alternando con la variedad de los quesos, que no queda atrás ante los surtidos franceses.

Cuchillerías, algún zapatero remendón, droguerías donde se encuentra desde la bayeta ecológica hasta la comida para gatos; la orgía envasada y reciclable de los productos lácteos, las aguas minerales y las confituras; en algún rincón, la floristería, que también huele poco. Este mundo se acaba al echar el cierre para renovarse al día siguiente. Luego dicen que el pescado es caro, y no les falta razón.

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