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Tribuna:
Tribuna
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El fin del silencio

Juan Luis Cebrián

He tardado casi tres años en escribir este artículo. Y no porque no supiera qué decir o por falta de tiempo -de todas formas siempre escaso- sino porque esperaba la oportunidad adecuada para hacerlo: el momento en que los verdaderos culpables del llamado caso Sogecable -el caso que nunca existió- fueran juzgados y condenados. Aun así, todavía el viernes pasado, después de conocida la expulsión de la carrera del un día magistrado Gómez de Liaño, padecía muchas dudas sobre la conveniencia de su publicación. Pero todas se disiparon con la contemplación de los telediarios oficiales y progubernamentales, la escucha de la radio episcopal y la lectura -ayer- de los diarios de la derecha. Jesús Polanco y yo, como todos los demás injustamente acusados por el juez ahora expulsado, hemos guardado un escrupuloso silencio durante el tiempo que duró la miserable instrucción contra nosotros y el que se tomó para procesar, juzgar y condenar a Liaño. Las únicas declaraciones al respecto las hemos prestado ante los tribunales, y creo que la sobriedad de este comportamiento contrasta abiertamente con la ruidosa orquestación mediática que ha acompañado siempre al juez y a su fiscal, cuya vanidad es desde luego mucho mayor que sus capacidades profesionales. Por lo mismo, pienso que los lectores de EL PAÍS merecen ahora algunas explicaciones, que desde hace meses demandaban.Aunque son muchos los aspectos de esta truculenta historia montada por el maridaje del poder político, un puñado de conspiradores de opereta, periodistas venales y un juez encaprichado de sí mismo, me limitaré hoy a comentar tres puntos que me parecen de interés, dejando para mejor momento el análisis de otras cuestiones, incluida la actitud del gobierno: el fondo del caso Sogecable en sí, el papel jugado por los medios de comunicación y la importancia de la sentencia dictada el viernes para la necesaria implantación de un sistema que castigue la irresponsabilidad de los jueces.

La Sala Segunda del Supremo acaba de dictaminar que no sólo no se cerró en falso el caso Sogecable, contra el criterio tantas veces expresado por el ex-juez Liaño y sus corifeos, sino que "la causa, en realidad, se abrió en falso, pues no otra cosa cabe decir respecto de un caso en el que se persiguieron unos hechos como apropiación indebida sin contar con ningún damnificado y luego de desaparecido el peligro de que lo hubiera". La realidad es, pues, que nunca hubo caso Sogecable, ni indicio positivo del mismo, salvo en la malevolencia del juez, al que no faltaron ayudas de sus amigos, de los que por lo visto todavía no ha aprendido a defenderse convenientemente. Eso no impidió que los consejeros de administración de la empresa fuéramos tildados de estafadores y falsarios, no sólo por los compinches del instructor sino por los portavoces del Partido Popular, varios de cuyos diputados declararon, con arrogancia tan estúpida como ignorante, que lo que teníamos que hacer era dejar de protestar por nuestra indefensión y decir dónde habíamos puesto los veintidos mil millones de los descodificadores. Todo el mundo -incluidos nuestros acusadores y los vociferantes del partido en el gobierno- sabía que el dinero de los descodificadores estaba en los propios aparatos, y los más de doscientos mil abonados de Canal Plus que hasta la fecha habían solicitado la devolución de su fianza, una vez que se dieron de baja en el servicio, la recibieron sin problema alguno. No hacíamos con el dinero de los depósitos nada que no se hiciera, y se siga haciendo, en todas las televisiones de pago del mundo. Es más, estábamos tan seguros de lo correcto de nuestra actuación que en ningún momento, durante el año largo que duró la instrucción del proceso, cambiamos de proceder ni de sistema de contabilidad que, hoy en día, sigue siendo en Sogecable el mismo por el que se nos sometió a las vejaciones ya conocidas y se nos pretendió meter en la cárcel. Pero el acoso a la empresa y a sus administradores fue formidable. A algunos nos limitaron la libertad de movimientos, sin razón alguna ni posibilidad de ser oídos, a otros se les impusieron obligaciones más severas y a nuestro presidente una fianza de doscientos millones de pesetas para evitar la prisión. Y eso, cuando ya los informes de la secretaría técnica del Fiscal general del Estado y los de los peritos judiciales de Hacienda habían puesto de relieve la inexistencia del delito. La instrucción dolosa e ilegal del juez permitió desatar una campaña de desprestigio que amenazaba seriamente a la estabilidad de la empresa, en beneficio de los competidores afines al gobierno, y ponía en entredicho la credibilidad de personas tan ligadas a la fundación y ejecutoria de este periódico como Jesús Polanco o yo mismo. Estábamos acostumbrados a que nos tildaran de rojos, de arrogantes, de ateos, de prepotentes o de satánicos. Fue la primera vez que se quiso transmitir a la sociedad española la idea de que, también, éramos ladrones.

Nada de lo que pasó, y de lo que aún ha de pasar sin duda, puede entenderse sin el especialísimo papel que han jugado los medios de comunicación en esta historia. Por una parte, porque los imputados éramos responsables del mayor grupo de ese sector en nuestro país. Por otra, porque todo el proceso se puso en marcha desde las páginas de los periódicos: el propio denunciante era el director de una revista de la ultraderecha y colaborador a diario del más conspicuo portavoz de los intereses y opiniones de la Moncloa. No me llama la atención el cinismo pazguato de quienes ahora se empeñan en decir que se ha producido un linchamiento de Liaño desde los medios ligados a nuestro grupo, cuando precisamente fueron ellos quienes pusieron en marcha la máquina de picar carne, y todavía no la han desenchufado. Ahí están las hemerotecas y los archivos que pueden dar pruebas -incluso al peso- del número de artículos, vídeos, y cintas magnetofónicas dedicados con sospechosa coordinación a denigrarnos a los imputados, a nuestras empresas, nuestras familias y a todo el que por activa o pasiva se acercara a nosotros. Víctimas singulares y propiciatorias de su descarnado y virulento odio han sido, antes y después del juicio, los magistrados que han tenido el coraje y la decencia de condenar a Gómez de Liaño, sometidos a toda clase de presiones, amenazas y vituperaciones en el mejor estilo de la dialéctica de los puños y las pistolas, que amamanta el ingenio de quienes apadrinaron, desde el primer día, el caso. Las televisiones controladas por el gobierno (la oficial TVE y la ultraoficial Antena 3) y la emisora propiedad de la Iglesia (Cope) se han distinguido por dar tribuna a la vesania, el insulto y la calumnia. La imagen de Jesús Polanco, haciendo el paseíllo que la fiscal Márquez de Prado se había propuesto escenificar en las escaleras de la Audiencia, se vio multiplicada hasta la saciedad en bloques informativos sobre la corrupción, en medio de reportajes sobre delincuentes reconocidos como Conde, Roldán o De la Rosa, e incluso arropado por informaciones sobre narcotraficantes o contrabando de armas. Para vergüenza y sonrojo de los profesionales que prestaron su colaboración a la infamia, el director general de RTVE es hoy el que lo era de Sogecable, la sociedad en la que se habrían cometido las horrísonas corrupciones, las nefandas estafas y falsedades de las que éramos acusados. No tienen más que llamar a su puerta y preguntarle si efectivamente había una sola gota de verdad en todo aquello que la televisión oficial contaba y ha seguido contando después, proporcionando generosa tribuna a Gómez de Liaño, los fiscales Gordillo y Márquez de Prado y a algunos otros cómplices de su fechoría. Hay quien cree que este desproporcionado protagonismo de los medios en el asunto, y en toda la llamada guerra digital, se debía a un problema de celos o rivalidades entre periodistas o empresas periodísticas. Eso es una versión muy parcial de los hechos, al margen de que nunca falten los aficionados que se empeñan en drenar sus rabias o vengar sus celos a base de psicoanalizarse a sí mismos en las columnas de opinión. A lo que entonces asistimos, y parece reverdecer ahora, fue a la agresión formidable del poder contra los medios que no le parecían obedientes o no satisfacían su ego, a una lucha cainita por la ocupación perdurable de ese mismo poder, y a un desprecio preocupante por los métodos y formas utilizados en su conquista. Criminalizando a los fundadores de EL PAÍS, se estigmatizaba de paso al propio periódico, se desprestigiaban sus posiciones críticas y se continuaba demoliendo, como en tantos otros escenarios, los valores del consenso y pacto que hicieron posible la transición política, el diálogo y la democracia en España. Había llegado la hora del ordeno y mando, de aprender a distinguir entre buenos y malos.

Ya habrá ocasión de ahondar en estos aspectos, quizá los más preocupantes de la historia, pero prefiero hoy comentar un punto de la sentencia, que es un documento extraordinariamente importante para enfocar la reforma de la justicia, por el que los jueces García Ancos y Bacigalupo merecen el aplauso y el agradecimiento de todos los demócratas, al margen de la peripecia alocada de Gómez de Liaño. Me refiero a la doctrina que la Sala Segunda del Supremo sienta ahora respecto a la prevaricación y que propiciará que jueces y magistrados se muestren más prudentes y respetuosos con la aplicación de la ley de lo que muchas veces se manifiesta. La objetivación de dicho delito, frente a un subjetivismo extremo expresado en las palabras del propio Liaño cuando dice que su conciencia está tranquila y se erige en inquisidor de las de los demás, permitirá en adelante que los abusos de poder realizados al albur de un mal entendimiento de la independencia judicial puedan ser corregidos eficazmente por la propia Administración de Justicia. El Alto Tribunal ha establecido con rotundidad que "el juez no puede erigir su voluntad o su convicción en ley. Tal tarea sólo corresponde al Parlamento". Antes había señalado ya que "la jurisprudencia de esta Sala ha establecido en múltiples ocasiones que el delito de prevaricación no consiste en la lesión de bienes jurídicos individuales (...) sino en la postergación por el autor de la validez del derecho o de su imperio y, por lo tanto, en la vulneración del Estado de derecho". Y los juzgadores concluyen que las "decisiones basadas en la propia convicción empecinada del Juez, sin fundamento racional en la ley, son incompatibles con el Estado democrático del derecho". Contra la interesada y demagógica versión de que Polanco o Prisa han vencido a Liaño, lo que en un futuro prevalecerá de esta sentencia, y para bien de todos, es una interpretación precisa del tipo penal de la prevaricación, que permitirá a los ciudadanos sentirse más seguros de la imparcialidad de los tribunales. Liaño ha sido condenado no porque perjudicara los intereses de nadie -que lo hizo- sino porque llevó a cabo "una instrucción en forma contraria al derecho y sin sujeción a la ley vigente o a los principios que la informan". Ahí reside la gravedad de su acto y de ahí se deriva la expulsión de la carrera, del todo punto necesaria pues era preciso garantizar que un juez prevaricador -como dice la sentencia- iluminado, empecinado y desobediente -como proclama incluso quien pretendía su absolución- no volviera a entender de ningún otro caso. Y no debe hacerlo, salvo daño irreparable para la sociedad y tremendo desprestigio para la Justicia, ni aun si se le aplican medidas humanitarias como las que se demandan para Pinochet.

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