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Tribuna
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Vecinos

Una decisiva diferencia entre lo que se pensaba al final del siglo XIX y al final del XX es la concepción de la finitud. Unos y otros habitantes finiseculares coinciden en saberse mortales, unos y otros han aceptado que el universo tendrá fin, pero entre ambas generaciones una actitud las separa sustantivamente.En el ambiente de finales del XIX, la ciencia, la técnica, las artes o la producción de mercancías prometían una expansión desbordante. Exactamente más allá de cualquier borde o posible precipicio que amenazara la expansión. Hoy, sin embargo, la visión de los límites al desarrollo, un temor a la superpoblación, un recelo ante las fusiones de colosos empresariales, un pavor ante la degradación del medio ambiente, la escasez de agua o de aire puro ponen reparos a la ilusión de crecer y crecer.

En 1900 no había medios de comunicación de masas, a excepción de la prensa. Apenas se había expandido la publicidad, la fotografía era aún un privilegio de las élites y el cine se encontraba todavía naciendo. De la televisión, sólo pudo hablarse después de 1945. El mundo era una realidad por conectar y conocer, un espacio por colmar, y sus vacíos resultaban inconmensurables. Hoy, por el contrario, todo aparece rastreado, censado, inventariado y, por si faltaba poco, los exotismos se van cubriendo de un polvo homologador que sopla desde Occidente. Una sensación de cierre absoluto se abate sobre el mundo a la entrada del 2000 como si tras ese dintel se clausurara un ámbito donde convivir limitadamente y, a la fuerza, cada vez más juntos.

Sería entonces el momento de hacer un recuento histórico y de la humanidad, convocar una asamblea, establecer acuerdos para sobrevivir de la mejor manera dentro del mismo recinto. Pero ni así, reunidos y encajonados, se celebra un pacto sensato ante el futuro común. Las desigualdades crecen como nunca lo han hecho en la historia, las guerras étnicas, nacionalistas o religiosas resurgen y, si se habla de tratados, incluso la prohibición de nuevos ensayos nucleares se aplaza. La conciencia del límite promueve la humildad y la solidaridad. Pero entonces, ¿qué eximia disputa vecinal desencadena nuestro instinto de muerte?

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