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Taxista rasta

Las ciudades son como seres vivos: tienen su propia y azarosa existencia. Como nuestros cuerpos. Pero las ciudades, a diferencia de nuestros cuerpos, sufren en realidad alteraciones menos imprevisibles. Todos los que vivimos en Madrid los alegres ochenta hemos sentido en algún momento de los tediosos noventa cierta nostalgia por aquella fiesta, hemos echado de menos aquellas ganas que invadían a todos de crear, de plasmar, de comunicarse, de divertirse. Había mucho que celebrar, mucho escondido que dejar salir y mucho que inventarse para empezar a ser otros. Y lo primero que se proclamó fue la libertad, y el espacio más libre siempre ha sido la noche. Por eso las noches madrileñas de los ochenta fueron una gran juerga. Por necesidad.Siempre será necesario divertirse, celebrar otras cosas (o simplemente que uno sigue vivo) y seguir disfrutando de los descubrimientos, pero lo de los ochenta fue casi una terapia de grupo. Quien niegue que en Madrid lo pasamos muy bien en los ochenta es que no estaba por aquí o no se enteró ni de la mitad. De ahí a pensar que ya nada es lo que era y, lo que es peor, que ya nunca volverá a serlo, hay un trayecto lógico pero no trágico. Lo que ha sucedido en Madrid en los noventa ha sido como una gran resaca, como ese agotamiento desolador, casi suicida, que nos invade después una larga noche de euforia. A veces los noventa nos han parecido una deprimente tarde de domingo. Pero Madrid no murió. Pensar que Madrid ha muerto es matarla (recuerdo haber leído en alguna novela de Juan José Millás una frase inquietante: "Cuando uno dice que se va es que ya se ha ido"), nombrar algo es hacerlo nuestro, así que no debemos convocar, mencionándola, la muerte de esta ciudad, sino buscar en ella los atisbos de vida, escuchar lo que dice ahora y propiciar lo mejor, estar atento. Estar. Salir.

Algo está sucediendo que tendremos que ver si no queremos ser una ciudad vieja. Siempre es muy poco lo que empieza. Y siempre hay que esperarlo con curiosidad y alegría. No debemos lamentarnos sino observar y participar. Alguien me dice que aquí la música ya no es lo que era. Menos mal. Superados el rock urbano y el pop de provincias, en Madrid se puede escuchar y bailar la mejor música electrónica; sólo que hay que salir, como en los ochenta ("bailando, me paso el día bailando...", pues lo mismo). Y ya no son únicamente pinchadiscos extranjeros que se dejan caer de forma esporádica por los locales como un acontecimiento extraordinario, sino también gente de aquí que se ha ido formando y que sigue investigando. Confiemos. Es posible que aún no sea el momento de una gran explosión de vitalidad pero tampoco es inteligente encerrarse en las décadas y en las casas, como abuelas, a evocar un pasado que ni lo es tanto (veinte años no es nada) ni era para tanto (mucha gente).

La tarde del sábado pasado, en la esquina de Pelayo con Fuencarral, los del Comando Cucurucho fuimos testigos de un acontecimiento histórico. Hasta nosotros llegaba desde un coche la música de los Chemical Brothers a todo volumen. Cualquiera pensaría que se trataba de alguien que alargaba la fiesta del viernes, un jovenzuelo, un moderno, un rayado. Pues no. El coche que avanzaba hacia nosotros era nada menos que un vehículo de servicio público: un taxi. Y al volante iba una preciosa mestiza de veintitantos años, de ojos orientales y pelo rasta. Ya la hubiera querido para sí Pedro Almodóvar en lugar de aquel taxista tan gracioso y de mentira, el punki de los Sagrados Corazones Colgantes. La rasta era una taxista de verdad y llevaba un taxi al que daban ganas de subirse. Si eso es que en Madrid no pasa nada que venga Tierno y lo vea.

Así que lo que hay que hacer es estar, mirar, esperar. Esperar, por ejemplo, a que crezcan los chinos españoles que viven en el barrio de Chueca; esperar a ver qué hacen nuestros adolescentes (que, afortunadamente, ya no quieren ser diseñadores). Porque Madrid no ha muerto, sino que va a ser mestiza. Y, mientras tanto, lo que hay que hacer es estar, mirar, no esperar. Hay que salir a la calle, que es donde siempre nos ha gustado estar a los madrileños; salir a bailar, que es lo que siempre hemos hecho. Y protestar si a las tres de la madrugada (que para nosotros siempre ha sido el principio de la noche) cierran los locales en los que la gente está a gusto y pasándolo bien. Que era, básicamente, lo que pasaba en los ochenta.

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