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Seguiriyas de forja

El metal de la voz de Santiago Donday se ha forjado en el mismo fuego que sus cantes, en la llama de la fragua familiar, ya casi extinguida, y donde, durante un siglo, se han fabricado alcayatas gitanas, clavos y herraduras; de donde salían, sobre todo, rezones para los barcos pesqueros, pasadores, palanquetas y ganchos para arrastrar las cajas de pescado, que la fragua de Santiago Sánchez Macías (Cádiz, 1932) es marinera. El fuego y su garganta porfían por mantener vivo el oficio y los cantes de fragua: las seguiriyas, las soleares y los martinetes que se marcaba su padre, Seis Reales, un seguiriyero jerezano casado con la cantaora gaditana María La Sabina. El padre marcaba el compás del cante con el martillo que golpeaba el yunque, hollado por los golpes que recibió antes de la mano de su abuelo Antoni Ferrabú, "un cantaor de los antiguos, de Jerez".

El repiqueteo metálico es ingrato, "un trabajo de pulmones, aquí no hay máquinas, todo a base de porrazos", explica Santiago Donday, que forjó sus primeras alcayatas con nueve años y sus primeros cantes tres años después. Junto al fuego el cante era el único aliviadero. "A palo seco, siempre a palo seco. Mi padre se rajaba con la seguiriya y el martinete. Cantes puros, donde no hay más que lo que hay".

Más de una vez ha querido recrear la televisión aquella experiencia en el cuarto que tenían los Donday en el muelle de Cádiz, donde diez de familia pugnaban con el hierro mientras Seis Reales arrancaba a la copla plañidera los tonos más sombríos.

El trabajo nunca ha sido igual al de aquellos años. Santiago Donday, ha terminado trabajando hoy solo. Aunque jubilado, todavía atiende los encargos esporádicos de los bazares y los patrones de pesca. Y empieza a dedicarle más tiempo al cante. De la mano de un empresario del barrio, Juan Reyes, y con el niño La Leo al toque, va a volver a pisar un escenario en Cádiz en fecha inmediata pero aún por fijar.

La última experiencia de Donday ante el público fue el pasado verano en el Palau de la Música en Barcelona, donde libró un mano a mano con Rancapino. Una sala habituada a la música clásica, más confortable que la fragua, pero más fría. Allí, los aficionados catalanes saborearon el cante puro que le sale a Donday del estómago. "Fue estupendo, la gente se quedó boquiabierta: el verano que viene, vuelvo".

"Ahora se trata al cantaor como a un verdadero profesional: te envían los billetes de avión, tu hotel y el dinero acordado. Antes me tiraba la noche entera cantando en un cuarto de La Privadilla y al amanecer me cambiaba de ropa y me iba a la fragua". Ninguno de los 12 hijos de Donday va a seguir su camino, ni en el cante ni en la fragua. "El cante comenzó a caer hace 25 años y aún no se ha recuperado. La juventud tira para lo moderno, hoy es muy difícil escuchar cantes con pureza", lamenta. "El cante", dice Donday, "ha caído a la vez que la pesca".

Hay cosas que no deben cambiar. Así lo entiende el cantaor, uno de los últimos exponentes de las sagas gitanas que han iluminado el flamenco en el barrio de Santa María durante este siglo y convertido en resistente emblema del cante racial. Por eso, Donday esgrime una suerte de juramento hipocrático del flamenco: "El cante es sin concesiones, no vale aliviarse; la soleá tiene su metro, y punto; el cante no hay que ensuciarlo: las piriñacas se hacen con tomate y cebolla; los que empiezan tienen que saber que cantar por derecho es muy difícil". Y Donday sentencia, rotundo y pesimista a un tiempo: "Yo se lo digo al mundo entero: esto se ha terminado".

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