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¿Borges ciego? (I)

Siempre me consoló dudar que Borges estuviera realmente ciego. Me negaba a admitir, en mi fuero interno, que una clarividencia como la suya tuviera que desenvolverse entre tinieblas, imagen cruel del metafísico que busca, en una habitación a oscuras, ese sombrero negro que no existe.Se cumplen este Otoño los quince años de su estancia en Sevilla, cuando la amable fortuna me permitió coincidir con el argentino en aquel memorable Curso de Literatura Fantástica (1984), tan cerca que no pude evitar espiarle los ojos (creo que Italo Calvino también lo hacía), como buscando algún indicio que apoyara mis sospechas. Pero él, siempre afable, respondía tan certero en las palabras como evasivo en la mirada.

Antes había tratado de convertir mi excitante suposición en hipótesis filosófica. Según ella, Borges habría renunciado voluntariamente a mirar el mundo exterior, convencido de ocupar un lugar privilegiado en las filas de la caverna de Platón -quizás el primer cine de la historia-, donde se proyectan las sombras del Ser, comúnmente llamadas realidad. De este modo, si lo supuestamente real es engaño del mundo verdadero, que es el de las Ideas -perfectas, inmutables y eternas- ¿no será más certero utilizar solamente la mirada intelectual, es decir, la memoria, la imaginación, el pensamiento puro? El hecho es que Borges iba al cine, visitaba monumentos, regresaba a su querida Ginebra siempre que podía. ¿Mas para qué?

Creerán algunos que todo esto es superchería, pero les invito a pensar en cómo la imaginación se constituye en nuestra única puerta al Absoluto, y cómo la memoria puede recrear las más variadas percepciones físicas, incluidas las del sonido, el sabor y el olor. ¿Cómo sería esto posible si antes que el azahar de las calles sevillanas, pongamos por caso, no existiera la Idea inconfundible de su aroma? Borges paseaba por la capital andaluza con una extraña seguridad, como recorriendo un paisaje conocido para su olfato, aunque era Otoño, la leve sonrisa burlona.

El año pasado descubrí un libro extraordinario que volvió a alimentar mis conjeturas, cuando ya las creía perdidas: Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, canadiense de origen argentino, activo apóstol de todos los libros, que había tratado a Borges de una manera singular. (En un bar de Triana, nos estuvo explicando a un grupo de amigos otros pormenores de lo que ya cuenta en su obra). Corría el año 1964. Manguel tendría unos dieciséis y trabajaba en una librería de Buenos Aires. "Cierta tarde entró Jorge Luis Borges, acompañado por su madre, de ochenta y ocho años. Borges estaba ya casi completamente ciego , pero se negaba a usar bastón, y pasaba la manos por los estantes como si pudiera ver los títulos con los dedos ; cuando ya se disponía a marcharse, me preguntó si estaba ocupado por las noches, ya que necesitaba alguien que le leyera". Así es como empezó la envidiable aventura de Manguel, lector de Borges, quiere decirse, para Borges. Y por las cosas que en su libro cuenta, y que nos contó, es como colegí otra vez que el autor del Aleph nunca estuvo ciego. (Continuará).

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